Una vez, según cuenta el capítulo 9 del primer libro de Samuel, a Quis, hijo de Abiel, hijo de Seror, hijo de Becorat, hijo de Afia, se le perdieron unas burras. No se sabe si porque alguien les dejó abierto el corral, o si porque simple y llanamente se las habían robado. ¡Dios mío, qué tragedia! Y pensar que apenas ayer por la tarde estaban todavía allí las condenadas burras. ¿Qué es lo que había sucedido, en realidad? Quis, desesperado, mandó entonces a su hijo Saúl a buscarlas; le dijo:

Toma como compañero a uno de los mozos y anda a  buscarme las burras.

Saúl y un mozo que iba con él atravesaron los cerros de Efraín y el territorio de Salisá y no encontraron nada. Cuando llegaron al territorio de Suf, dijo Saúl al muchacho que lo acompañaba:

Volvamos, no sea que mi padre esté más preocupado por nosotros que por las burras.

Para buscar unas burras, en efecto, ya era demasiado. Mejor perderlas que perderse ellos. Razonamiento de hombre práctico que sabe de la vida. Vámonos, ya hicimos lo que humanamente se podía. Al menos por nosotros no quedó. Regresemos.

Leer: Las tentaciones, una reflexión para la Cuaresma

Y bien, ya estaban, en efecto, por regresarse cuando al muchacho que iba con Saúl (un mozo de quien la Escritura no dice el nombre pero que fue decisivo para la historia de Israel, como se verá a continuación) se le ocurrió una idea extravagante:

En esta ciudad vive un hombre de Dios. Es muy famoso. Todo lo que dice se cumple con seguridad. Vamos adonde él por si nos orienta acerca del objeto de nuestro viaje.

Se refería, claro está, al profeta Samuel. Pero, ¿qué tenía que ver el profeta, voz del Altísimo en la tierra y conocedor de los secretos del Todopoderoso con la desaparición de unas simples burras? ¿Por quién lo estaban tomando? ¿Por un adivino de feria? Únicamente a un mozo de cuerda se le habría podido ocurrir una idea tan grosera. «Samuel y el enigma de las burras perdidas»: algo había en todo esto que ofendía la dignidad del profeta, pero ya andaban por allí cerca y, viéndolo bien, nada perdían con intentarlo. Total, pensaría Saúl, lo peor que nos puede pasar es que el hombre de Dios nos eche de su casa dándonos con la puerta en las narices. ¡Más no puede  hacernos! Una cosa es segura: no nos matará por hacerle una pregunta.

Y con esa dulce indiferencia partieron rumbo a su casa.

Ahora bien, continúa el libro santo, la víspera de la venida de Saúl, Yahvé le había hecho esta revelación a Samuel:

Mañana, a esta misma hora, te enviaré un hombre de la tierra de Benjamín. Lo ungirás como jefe de mi pueblo, Israel, y él lo librará de las manos de los filisteos, porque he visto la aflicción de mi pueblo y su clamor ha llegado hasta mí.

Cuando Samuel vio a Saúl, Yahvé le indicó:

Éste es el hombre del que te había hablado, él gobernará a mi pueblo.

O sea que lo de las burras era un plan con maña por parte de Dios.

Saúl se acercó a Samuel (estaba en la puerta de la ciudad) y le dijo:

Indícame, por favor, dónde está la casa del vidente.

Samuel respondió:

Yo soy el vidente. Sube delante de mí al santuario. Hoy comerás conmigo. Mañana te despediré y contestaré todas tus preguntas. No te preocupes por las burras que perdiste hace tres días, porque ya las encontraron…

¡De modo que el profeta era también un adivino! Saber que las burras ya habían aparecido puso a Saúl de buen humor, como ya podrá imaginarse quien esto leyere, pero había aún una cosa que no le quedaba clara: ¿por qué el vidente no lo dejaba marcharse de una vez por todas?, ¿por qué lo retenía?

Samuel tomó a Saúl y a su muchacho, los invitó a entrar a la sala y los hizo sentarse a la cabecera de la mesa, donde había treinta personas. Después dijo Samuel a su cocinero:

Sirve el pedazo que yo te dije que pusieras aparte.

El cocinero tomó el pernil y lo puso delante de Saúl, diciéndole:

Esto fue especialmente reservado para ti. ¡Sírvetelo!

Caramba, cuánto misterio, volvería a pensar el inocente buscador de burras. ¿Será que el profeta quiere decirme algo y no se atreve? ¿O pensará cobrarme por sus servicios una suma de dinero y aún no se anima a pedírmela?

Bajaron del santuario a la ciudad. Prepararon para Saúl una cama en la terraza, donde se acostó. Cuando amaneció, Samuel llamó a Saúl y le dijo:

Levántate, que voy a despedirte.

Se levantó Saúl y salieron. Habían bajado hasta las afueras de la ciudad cuando Samuel dijo a Saúl:

Dile a tu muchacho que siga caminado; tú, en cambio, párate aquí, pues tengo que darte un recado de parte de Dios.

Entonces Samuel tomó la alcuza de aceite y lo derramó sobre la cabeza de Saúl y después lo besó, diciendo:

Yahvé es quien te ha ungido como jefe de Israel. Tú dirigirás al pueblo de Yahvé y lo librarás de los enemigos que lo rodean. Y  esta será la señal de que el mismo Yahvé te ha ungido.

Y, así, el hombre que salió por unas burras regresó a su casa con un reino en el bolsillo. ¡Nada menos!

Pero esta historia tiene una moraleja, y es ésta: Dios es el Dios de las sorpresas, así que cuidado con Él. Porque cuando has perdido tus burras (o lo equivalente en tu mundo afectivo) y sientes que te vuelves loco de la pena, que nada tiene ya sentido para ti, alégrate, pues es muy posible que la vida apenas esté por comenzar.

Busca tus burras, si las has perdido. Es sumamente necesario que salgas a buscarlas, pero siempre pensando que acaso Dios mismo les haya abierto el corral para obligarte a salir de tu escondrijo y regalarte un reino mientras tú lloras buscándolas. ¿Qué quieres? Dios obra casi siempre así.

 

*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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