En medio de una falta de acogida en el mundo, nació Jesús: en una familia que huía de la persecución y la violencia, yendo hacia otro país como migrantes. Jesús nació en un corral para animales, un pesebre, porque no hubo sitio para él. Nació frágil y vulnerable, como puede serlo un bebé. Jesús nació pobre. Los hombres y mujeres de su tiempo no lo acogieron porque no lo reconocieron cuando vino a los suyos, como nos dice el Evangelio.
Esta escena, desafortunadamente, la podemos ver hoy también en todas aquellas familias que huyen a causa de la guerra en Ucrania, en Tierra Santa, en los tantos conflictos en África, pero también la vemos en el flujo migratorio de Centroamérica hacia México y Estados Unidos a causa de la violencia y la pobreza. La vemos también en nuestra ciudad, con tantos indígenas que migran buscando oportunidades, pero encontrando muchas veces solo rechazo y exclusión. La vemos cada semana en Sant’Egidio, con los pobres que servimos en todo el mundo. Hay una falta de humanidad para acoger a los pobres y de manera particular, una falta de atención y cuidado hacia los niños, aplastados por un mundo adulto prepotente que, lejos de protegerles, descarga la ira de las culpas de un mundo adulto confundido por las prisas de la vida cotidiana.
Este misterio de la Navidad nos deja un sinfín de enseñanzas, pero quisiera subrayar dos cosas. La primera, que para mí es fundamental en la vida cristiana: la esperanza del mundo no ha de venir con la salvación de la fuerza, el poder o el dinero, sino que la esperanza de salvación del mundo surge del amor y la misericordia, que pasan por la acogida y el amor a los pobres.
Dios se ha hecho hombre, no se ha quedado lejos ni inalcanzable. Se ha encarnado para vivir en medio de los hombres y para que los hombres aprendan a convivir juntos. Nace hombre para conocer en carne propia los dramas de la vida cotidiana y para mostrarnos un camino donde, incluso en medio de todo este dolor, persecución y escepticismo, nos enseña que es posible que el amor vence al odio y que la vida vence a la muerte.
La segunda cosa que deseo compartirles es que, en el Evangelio, también se nos narra que los que supieron reconocer y acudieron hacia Él fueron los pastores. ¡El Señor se ha manifestado a los humildes! Los pastores, según el Evangelio, dormían por turnos cuidando su rebaño, es decir, cuidando lo suyo, sus pertenencias, pero al oír al ángel del Señor, en primer lugar, se llenaron de miedo, pero al final acudieron con prisa para encontrar al Señor.
¿No es esa actitud que tenemos con frecuencia? Un poco dormidos, un poco ensimismados, un poco temerosos ante el llamado del Señor. Vivimos en un mundo lleno de mensajes contradictorios, de distracciones, pero son momentos como la Navidad los que nos ayudan a recobrar el sentido más profundo de la fiesta. Motivos para temer sobran, porque el futuro es incierto, y eso ha construido enemistad entre las personas y guerras entre los pueblos. Pero, ¿qué puedo hacer yo, en calidad de un humilde pastorcillo?
Como cada 25 de diciembre, en Sant’Egidio acogemos a miles de pobres en todo el mundo. En México, preparamos un almuerzo para más de 2,000 pobres en diversas sedes y ciudades. Un gran pueblo reunido en torno a la mesa del Señor, juntos, hermanados. Esta es la imagen que deseamos conservar todo el año: un pueblo hermanado, donde no queremos dejar a nadie fuera. Es la imagen de paz que tanta falta hace en nuestra sociedad y que nace de recibir a Jesús, de acoger a los pobres.
Queridos hermanas y hermanos, que la Navidad esté marcada por un corazón abierto a los demás, especialmente a los pobres y esto se puede vivir animando nuestra vida personal y comunitaria con cercanía a los pobres que nos rodean
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