Cuenta una leyenda judía que una vez Salomón, el rey sabio, lloraba desconsoladamente por la brevedad de la vida. «Oh -decía a voz en grito-, ¿cómo es posible que el Señor la haya hecho tan corta? ¡Ay, la vida del hombre es como polvo, es como la hierba que florece por la mañana y por la tarde la siegan y se seca! Nascentes morimur, moribundos nacimos, como dijo el poeta. Desde que nacemos, somos lo suficientemente viejos como para morir. Pero, ¡ay!, no quiero morirme. ¡Me da miedo la muerte! ¡Ay, ay, ay!».
El Señor, que escuchaba las lamentaciones de su siervo, se compadeció de él y le envió un ángel que llevaba en la mano derecha un recipiente luminoso.
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-Salomón –le dijo el ángel-, el Altísimo, bendito sea, ha visto desde el cielo tu angustia y te manda esta copa que contiene unas gotas del agua de la vida. Si la bebes, serás inmortal; si no la bebes, todo continuará como hasta ahora y morirás el día que Él tiene señalado para ti. ¡Elige!
¡Qué oferta más tentadora! Pero, ¿traerá aparejada alguna consecuencia imprevista? -se preguntó Salomón, que, no hay que olvidarlo, después de todo era muy sabio-. Es bien sabido que existen los llamados efectos colaterales y que el medicamento que hace bien a un órgano del cuerpo puede ser sumamente funesto para otro. ¡Oh! ¿Quién podrá ayudarme?
-Antes déjame consultarlo con los sabios de mi pueblo -dijo por fin el rey al ángel, que aguardaba una respuesta.
-De acuerdo. Haz las preguntas que consideres pertinentes. Pero mañana, a esta misma hora, regresaré para conocer tu decisión. ¡Sólo este breve lapso de tiempo se te concede!
«¿Debo o no beber el contenido de la copa?», preguntó Salomón a los maestros más ilustres de Israel. Todos le aconsejaron que sí, pues no a cualquiera el Todopoderoso, bendito sea su nombre por los siglos de los siglos, le hacía una oferta semejante. El único que se mostró temeroso y desconfiado fue un anciano llamado Benaia.
-¡Cómo! -gritó extrañado el rey, que en el fondo quería beberse el agua-. ¡Todos han estado de acuerdo en que la beba! ¿Por qué tú no?
Benaia levantó el dedo índice y señaló con él el firmamento; después dijo:
-Si tu vida no tuviera fin, ¡oh rey!, tus hijos, tus esposas y tus amigos partirán de tu lado. Cada día, cada semana tendrás que lamentar una pérdida, y el incesante luto por quienes te rodean colmará tu vida de lamentos y de amargura. Si no son inmortales aquellos que amas, ninguna felicidad podrá reportarte tu propia inmortalidad.
Sí, él viviría, y los demás se irían muriendo de uno en uno: su esposa, sus hijos, sus amigos. Volvería a casarse, tendría otros hijos, otros amigos, que también se le irían muriendo de uno en uno. Luego volvería a casarse y vuelta a empezar. ¿No sería éste el tormento de Sísifo? Benaia tenía razón: su vida, entonces, estaría colmada de lamentos y de amargura.
Si el ángel se os apareciera ofreciéndoos la misma copa que a Salomón, no la aceptéis. Viviríais muy solos y al final acabaríais pidiendo la muerte. Vivir significa encontrar a unos seres y ser sus compañeros de toda la vida. Sin un pasado común y una geografía compartida no seríamos nada para nadie.
He aquí, por ejemplo, lo que una mujer dijo un día a Raymond Fosca en Todos los hombres son mortales, la novela de Simone de Beauvoir. Recordemos que Fosca, al haber bebido el elíxir de la vida, no podía ya morir:
-«Me entregué a ti sin reservas Creí que tú también te dabas para la vida, para la muerte, y sólo te prestabas por unos cuantos años –el llanto la ahogaba-. Una mujer entre millones de mujeres. Llegará un día en que ni siquiera recordarás mi nombre. Y seguirás siendo tú, nada más que tú… ¿Qué es tu amor? Cuando dos seres mortales se quieren están moldeados en cuerpo y alma por su amor, es su propia sustancia. Pero para ti es sólo un accidente… ¡Qué sola estoy! Si fueras mortal, yo viviría en ti hasta el fin del mundo, pues tu muerte sería para mí el fin del mundo. En cambio voy a morir en un mundo que nunca terminará. Sé que ha terminado. Voy a irme, me voy sola. Y tú te quedarás aquí sin mí, para siempre. ¡Sola! ¡Dejas que me vaya sola! El sol se pondrá y yo ya no estaré en ninguna parte. Sólo estará mi cuerpo. Y algún día, cuando abras mi ataúd, no habrá más que un poco de ceniza. Hasta los huesos se habrán convertido en ceniza. ¡Hasta los huesos! ¡Y para ti todo seguirá como si yo no hubiera existido! … Si tan siquiera pudiera pensar: va a reunirse conmigo dentro de diez años, de veinte, sería menos duro morir. Pero no, nunca. Me abandonarás para siempre. ¡Te aborrezco!».
En efecto, ¿qué sería esta mujer para Raymond Fosca de aquí a 10 000 años, tras haber conocido a cientos, a miles de otras mujeres? Nada. Ni siquiera un recuerdo. Ni siquiera la sombra de un recuerdo. Pero no hablemos de 10 000 años, que son demasiados: probad a ir a vuestro pueblo natal después de 20 años de ausencia para que descubráis que nadie os conoce, que sois unos extraños. Y si esto es así en tan poco tiempo, ¿qué no será en 100 años o en 200?
Escribió Julien Green (1900-1998) en su Diario: «Un hombre que ve desaparecer a muchas personas más ancianas que él, e incluso a personas de su misma edad, poco a poco va aislándose en un mundo del que no habla bien la lengua, que no puede entender y en el cual es como un intruso. Lo que dice lo sorprende y lo que escucha lo entristece. Solo».
Es, pues, verdad: si no son también inmortales los que amamos, de nada podría servirnos nuestra propia inmortalidad.
*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”.
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