Un disparo cambió mi vida hace 24 años, me dejó en una silla de ruedas, incapaz de caminar. Lo que una vez vi como una pesadilla, gracias a Dios hoy lo veo como un gran proceso transformador. En lo profundo de mi corazón al perder la movilidad en mis piernas supe que era tiempo de echar a andar mi alma.
Nací en la Ciudad de México. Mis padres, Clara y Óscar, se divorciaron cuando tenía un año. Procrearon tres hijos, yo soy la menor de ellos. Mi familia no era particularmente apegada a la religión, excepto por mi abuela que ha sido el pilar de los valores y la fe en mi vida.
Desde muy joven supe que bailar y hacer ejercicio eran mis pasiones. Honestamente, fui una joven muy superficial, se me complicaba el estudio, tenía pegue entre los galanes y yo sentía que la vida me sonreía.
Al cumplir 21 años mi mamá me dió una mala noticia: tenía cáncer. En ese momento me acordé de Dios y lo reté, le dije: “Tú no te puedes llevar a mi mamá porque es la persona que más amo”.
Dos años después, murió. Dejó un vacío muy grande que posteriormente llené con excesos porque quise evadir la realidad. Tuve una relación amorosa y después de un tiempo me di cuenta que estaba embarazada. Mi novio en ese momento me dijo que teníamos dos opciones: casarnos o abortar. La relación no era muy sana para casarnos, y decidimos abortar. Me hice creer que sólo eran “células”.
Así seguí hasta que el 25 de octubre de 1993, a mis 24 años, cuando me disponía a ir al cine con unos amigos, me subí en la parte trasera del coche, y de repente vi al lado a un hombre con una pistola.
Escuché el grito de mi amigo: “agáchense” y el sonido del disparo, pero no sentí el impacto. Mi amigo condujo hacia el hospital, nunca perdí el conocimiento. Cuando llegamos empezó un viacrucis para mi familia y para mí: me dijeron que no podría volver a caminar.
Me deprimí mucho, incluso mi familia pensó que no podría sobreponerme. En el hospital me enteré de que el hombre que nos disparó estaba muy drogado y que incluso luego asaltó una farmacia.
Dos meses después, mi abogado me dijo que tenía que tener un careo con él. Sentía miedo y odio, deseaba que hubiera muerto. Cuando lo vi, pasó un milagro en mi vida: Dios transformó mi odio en compasión y misericordia, sentí en mi corazón que Él era el único que podía juzgarlo. Jesús me dio la gracia del perdón, tuvo misericordia de mí ya que el odio y el resentimiento no es bueno para el alma.
Poco a poco entendí que mi vida había cambiado, comencé a asistir a terapias y aprendí una nueva forma de vivir. Hay cosas que no puedo hacer, pero tengo que enfocarme en las que sí puedo.
Cada uno decidimos cómo queremos vivir nuestra vida, y estando con Dios puedes tener paz en la tormenta. Supe que tenía dos opciones: Una era vivir y ser feliz con lo que me había sucedido; la otra era llorar y hundirme en la depresión. Gracias a un libro de la Virgen de La Paz que me regaló mi abuelita, comencé a experimentar el amor de la Vírgen y me di cuenta de lo importante que era rezar el Santo Rosario.
Tiempo después, en retiros y visitas a santuarios marianos, el Señor me concedió la gracia de entender lo que había hecho al abortar a mi bebé. Estuve 15 años sufriendo en silencio por eso, no podía liberarme del dolor, porque cuando abortas no nada más matas al bebé, sino que parte de tu vida se muere con él.
En un momento profundo de oración, pude ver a Jesús que tenía en sus brazos a un bebé que había sido abortado y después yo vi a ese bebé en mis brazos, era mi hija. Entre mi llanto, escuché cuando me dijo: “Mamá, ya no llores, porque ya te perdoné”.
Fue un momento muy doloroso, pero a la vez sentí el abrazo misericordioso de Dios y de la Vírgen. En ese momento entregué a mi hija a la Santísima Virgen bautizándola como María de la Luz.
Después de un largo y difícil proceso, hoy vivo feliz, mi vida tiene sentido, tengo la fortuna de tener un trabajo, amigos, amar y ser amada.
Soy el sostén de mi casa, de las personas que me ayudan, apoyo a quienes me necesitan participando en retiros, pláticas con jóvenes, congresos donde les comparto mi proceso.
Mi discapacidad fue difícil, lo acepté y ahora lo veo como una bendición, pues Dios paró mis piernas y puso a caminar mi alma.
Dios nos da el libre albedrío y cada uno tiene la libertad de tomar decisiones, Dios no quiere el sufrimiento para nadie, pero se vale de él para transformar nuestra vida, pues de un mal, saca un bien mayor.
*Mariana Barragán es conferencista desde hace más de 10 años. En universidades, foros, parroquias y otros lugares comparte su historia. Practica rema adaptado, deporte paralímpico.
Este texto pertenece a nuestra sección de Opinión, y no necesariamente representa el punto de vista de Desde la fe.
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