Jaime Septién
En entrevista con el portal de noticias Infobae, el Papa Francisco habló, como suele hacerlo, sin tapujos sobre la dictadura terrible a la que somete Daniel Ortega a Nicaragua, y la persecución a la Iglesia católica.
El pontífice –sin duda preocupado por el encarcelamiento del obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, y por la expulsión del nuncio, de las hermanas de la Caridad, la persecución de sacerdotes y laicos, el cierre de universidades católicas y un largo etcétera—dijo: “Con mucho respeto, no me queda otra que pensar en un desequilibrio de la persona que dirige [el país]. Ahí tenemos un obispo preso, un hombre muy serio, muy capaz”.
Más adelante, calificó a esas dictaduras (ya no solamente a la de Nicaragua) como “groseras”. Y utilizó un término argentino “muy lindo” para describirlas: “son dictaduras guarangas”, es decir, vulgares. Para dar el último clavo al ataúd de los que consideraban que el Papa era su “amigo” por tener un pensamiento social, las comparó con la dictadura comunista de 1917 o con la hitleriana, de 1935.
La verdad duele. Y más a un dictador de la calaña de Daniel Ortega (hay otros que tendrían que reflexionar al respecto). De inmediato mandó “suspender” relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Otro gesto “guarango”. Como el de tantos dictadores (o aprendices) que ha sufrido y sufre la América nuestra.
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