Fue la última llamada. Me dejó en visto el mensaje que le envíe, él sabe bien que hice todo lo que estaba en mis manos para que me hiciera caso. Como en sesión de Zoom, le decía ¿allí estás? ¿me escuchas? Y la respuesta era, en efecto, el silencio total.
Así como el berrinche, el reclamo que hiciera Jeremías cuando le dijo al Señor, “¿serás para mí un espejismo, aguas no verdaderas?*, en esa tesitura decidí bajar la cortina del alma y en la mente poner el cartel de cerrado hasta nuevo aviso. Hasta aquí llega esta temporada, no más capítulos sin sentido, incoherentes y sin la aparición estelar de quien debería ser el Dios con nosotros, en este caso, el Dios conmigo.
Dejé de hablarle a Dios. Aunque en mi interior, muy al interior, desde una pequeña fibra del corazón, resonaba, como un GPS: ¡búscalo! Entonces comencé a dejar de batallar con las decenas de escenarios que habitaban en mi mente, y comencé a buscar respuestas en la gente, en los acontecimientos, en la vida misma, buscando sentido en la Palabra, mirando el mundo en clave del viajero que intenta unir mapas, pedazos de tierra, la luz de las estrellas, el sabor de los poemas, la sonrisa cotidiana, los frijoles con tostadas, el abrazo de mi esposa, el grito de gol desde la sala, la voz de la abuela que poco a poco se apaga.
Me di cuenta de que hay muchos signos de su presencia. Volví a escribirle, sólo para pedirle su gracia para tener en el radar todos estos instantes de la vida, su mano, su alegría.
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