¿Me dice usted, querido amigo, que odia la noche? Yo, en cambio, la amo, y no sé qué haría sin ella. Por la mañana la espero con una vehemencia muy parecida a la ansiedad, y cuando llega me instalo en ella como en un trono y no querría que acabase. Si de día somos esclavos, por la noche somos reyes.

Una vez, un grupo de colegas conversábamos animadamente cuando, de pronto, se fue la luz y todo quedó a oscuras. Nuestro anfitrión encendió entonces un par de velas y proseguimos nuestra charla con la misma animación. ¿De qué hablábamos? De todo y de nada. Nos limitábamos, por decirlo así, a estar juntos.

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Es claro que a la hora del apagón hubo exclamaciones de protesta y de incomodidad por no poder mirar a la cara a nuestros contertulios; pero, cuando la luz volvió, media hora más tarde, las exclamaciones de protesta fueron más vivas todavía. ¡Oh, qué a gusto estábamos en la oscuridad!

El hombre, amigo mío, es un animal nocturno, y así como le es necesario el día para realizar sus quehaceres, así le es necesaria la noche para hacer una pausa y recobrar las fuerzas. ¡Sin un poco de oscuridad, sencillamente no podríamos vivir!

Tal vez, no lo sé, la oscuridad de la noche nos recuerde los días preciosos en que nos encontrábamos en el seno materno… Veo que sonríe usted. ¡No importa! Dejemos, pues, este argumento para los psicoanalistas de oficio.

“Yuri se sentía fatigado, con un único deseo sincero en el fondo de su corazón: acostarse y dormir largamente”… ¿Ha leído usted Las moscas del otoño, de Irène Némirovsky (1903-1942)? ¿No? No me extraña: es su novela menos conocida. Y, sin embargo, de ella he tomado las palabras que le acabo de recitar. Yuri viene de la guerra; Yuri es un joven que ha peleado, que ha sido herido y ahora está nuevamente en su casa. ¿Y qué quiere? Ya lo ha oído usted: dormir largamente. ¡El sueño es una necesidad, un bálsamos para los que sufren!

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De día, nuestro cuerpo está tenso, pronto para la lucha; de noche, está relajado, pronto para el reposo. De día, pensamos; de noche,  soñamos. Y, como dijo alguien que ahora no recuerdo quién fue, el hombre es más hombre cuando sueña que cuando piensa. De día apretamos el puño para aferrar las cosas; de noche las abrimos para soltarlas. Por lo tanto, de día somos avaros, en tanto que la noche nos hace pródigos. En la claridad, mientras estamos de pie y corremos, cargamos con los mil compromisos que nos reclama el día; de noche, cerramos los ojos y todo lo olvidamos. El día es la memoria; la noche es el olvido.

Veo, amigo mío, que vuelve usted a sonreír. Y, sin embargo, no bromeo. ¡Nunca he hablado con tanta seriedad como lo he hecho con usted en esta tarde que se oscurece cada vez más! Dormir es morir un poco. ¡Y cuán necesaria nos es esta pequeña muerte cotidiana!

Ya en el siglo IV, un Padre de la Iglesia llamado Juan de Antioquía, o Juan Crisóstomo, como prefiera usted llamarlo, escribió una carta deliciosa en la que se refería a la noche, y en ella la elogiaba como lo que es en realidad: una bendición del cielo.

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“En invierno –decía a su corresponsal-, porque las noches son más largas, nos ofrecen más descanso y calor, pues nos obligan a permanecer bajo techo. La oscuridad no es sencillamente producto del azar durante la noche, sino que sirve para hacernos descansar más. Del mismo modo que se manifiesta el cariño de las madres por sus hijos inquietos cuando quieren hacerles descansar, cogiéndoles en brazos y tapándoles los ojos con el vestido para que se duerman, así Dios extendió sobre la tierra el velo de la noche para hacer descansar a los hombres de sus trabajos. Pues si no fuera de este modo, todos quedaríamos destrozados por el exceso de actividad… En cambio ahora, tal como están las cosas, nos vemos liberados de las fatigas, y no solamente de las fatigas del cuerpo, sino también de las del alma. ¿Qué se podría decir sobre este tiempo sereno, tranquilo, en el que el silencio lo llena todo y no existe el estrépito? No se oyen ya los griteríos del día, cuando hay quien se queja por motivos de indigencia, quien alborota por los agravios sufridos, quien gime por enfermedad o por mutilación, por la muerte de los íntimos, por la pérdida de la riqueza, o por cualquier otra miseria humana. De todas estas cosas salva la noche al género humano; lo libera de los oleajes, ofreciéndole el refugio de su puerto sereno. Por medio de la noche nos llegan todos estos bienes, aunque también conocemos muy bien todos los que nos proporciona el día” (Carta a Estelequio).

¡Ah, cuánta verdad rezuman estas líneas, amigo mío! Por eso le digo: no tenga usted miedo de la noche, que no es su enemiga, sino su benefactora.

Otros artículos del autor: Elogio de mi padre

En El rey se muere, la bellísima pieza teatral de Eugène Ionesco, el dramaturgo rumano, hay un diálogo entre Julieta, la sirvienta del palacio y Berenguer, el rey que está a punto de morirse; y en este diálogo maravilloso hablan también, por supuesto, de la noche:

“-Cuéntame tu vida –pregunta Berenguer a Julieta, la criada del palacio-. ¿Cómo vives?”.

“-Malamente, señor –responde la cocinera.

“-No se puede vivir malamente. Eso es una contradicción.

“-En invierno, cuando me levanto, es todavía de noche. Me hielo. En verano, cuando me levanto, apenas comienza a amanecer. Lavo la ropa de toda la casa en el lavadero. Me duelen las manos, se me agrieta la piel. Vacío los vasos de noche. Hago las camas…

“-¡Haces las camas! Se acuesta uno en ellas, se despierta uno en ellas. ¿Te das cuenta de que despiertas todos los días? Despertar todos los días… Viene uno a este mundo todas las mañanas”.

Sí, amigo, el rey tiene razón. Viene uno al mundo todas las mañanas. Dormir es morir, y el despertar una especie de resurrección…

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe

P. Juan Jesús Priego

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