Aunque creemos que el padre moldea al hijo, también el hijo revela al padre. Foto: Especial
Cada día del padre, entre los mensajes, los regalos y las fotos, algo más profundo nos late en el pecho: el deseo de ser verdaderamente vistos, de dejar una huella real, de ser algo más que proveedores. Porque ser papá no es solo guiar. Es dejarse tocar.
Aunque creemos que el padre moldea al hijo, también el hijo revela al padre. Y quizás eso es lo que no siempre vemos: que nuestros hijos no vinieron solo a aprender de nosotros, sino también a mostrarnos quiénes somos cuando amamos sin condiciones.
El hijo saca a la luz lo más frágil y lo más fuerte de un varón: nos hace preguntas que ningún libro responde, nos enfrenta a la ternura que no sabíamos que teníamos… y también a las sombras que evitamos mirar. Los hijos nos enseñan a ser hombres: nos obligan a mirar lo que no hemos sanado, nos invitan a reaprender el amor, a reconciliarnos con nuestra ternura y a volver a creer en la esperanza.
Muchos varones llegamos a la paternidad con grietas: la ausencia de un padre, la dureza de una infancia o simplemente el peso de no haber tenido un modelo claro de lo masculino. Y sin darnos cuenta, a veces educamos desde la herida, desde la defensa. Pero la paternidad es también una oportunidad de redención. No solo para educar mejor, sino para reconstruirnos a nosotros mismos.
No se trata de ser perfectos. Se trata de estar. De mirar con el corazón. De atrevernos a abrazar, aunque tal vez nunca nos abrazaron así.
Hay momentos en la vida de un varón que no se anuncian con trompetas, pero que lo cambian para siempre: el llanto de un hijo al nacer, la primera vez que dice “papá”, unas palabras sencillas como “te quiero, papá”. Y entonces uno entiende que ser padre no es un evento. Es una transformación. Un viaje sin mapas.
Y aunque en estas fechas se escuchen discursos, homenajes y frases bonitas al “héroe del hogar”, vale la pena detenernos un instante, hacer silencio, ir más profundo. Porque ser papá no es una etiqueta social, ni una lista de responsabilidades que cumplir, es una experiencia espiritual, emocional y profundamente humana que toca las fibras más ocultas de nuestra identidad masculina.
Ser padre no es solo proteger y proveer, es aprender a quedarse cuando no sabes qué hacer, es aprender a escuchar cuando no tienes respuestas, es aprender a mirar cuando el corazón quiere huir y eso no es debilidad, eso es coraje porque solo un hombre valiente se atreve a amar desde su herida y no desde su coraza.
Durante décadas, nos dijeron que la masculinidad se medía en fuerza, control y silencio, que sentir era peligroso, que llorar era vergonzoso, que cuidar era cosa de mujeres, pero ¿cuántos hijos han crecido con padres presentes en el cuerpo, pero ausentes en el alma? ¿cuántas familias han sido heridas por hombres que no sabían cómo tocar sin dañar, cómo liderar sin imponer, cómo amar sin desaparecer?
Muchos padres cargan el peso de no haber tenido un modelo o peor aún, de haber tenido uno que dejó cicatrice, pero la paternidad es también un camino de conversión. No llegamos sabiendo, llegamos dispuestos y si tenemos el valor de mirar nuestra historia, de nombrar nuestras heridas y de pedir ayuda cuando hace falta, entonces seremos capaces de ofrecer a nuestros hijos algo más que presencia física: les ofreceremos nuestra humanidad.
Quizá eso es lo que no se ve. Que el padre no solo forma al hijo, sino que el hijo revela al padre. Le muestra qué tan profundo puede amar, qué tan generoso puede ser, qué tan humano puede volverse y aunque esto no siempre se publica, se siente en la forma en que el padre calla para escuchar, en la forma en que consuela sin palabras, en la forma en que se levanta para seguir, aunque esté cansado, frustrado o roto.
La verdadera paternidad no se vive desde el rol… se vive desde el corazón. No se trata de ser perfectos, se trata de ser reales, de ser hombres que no huyan de sus emociones, que se atrevan a amar sin condiciones, que se abran a ser transformados por el vínculo con sus hijos. Porque cada hijo no es solo un proyecto para formar, es una tierra sagrada donde el hombre aprende a entregarse sin reservas.
Este Día del Padre no es solo para celebrar. Es también para despertar. Para mirar hacia adentro y preguntarnos:
¿Qué tipo de masculinidad ofrezco?
¿Desde dónde amo?
¿Qué versión de hombre muestro con mi vida cotidiana?
Porque el futuro no lo definen los discursos, sino los vínculos. Y un padre que ama desde la verdad de su ser, que no teme a la ternura, que pide perdón, que se arrodilla para jugar, que protege sin ahogar y guía sin aplastar… ese padre cambia generaciones.
Quizá el mundo no lo vea. Pero el alma de un hijo sí y eso basta.
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