Soy Joel Ocampo Gorostieta, Obispo de Ciudad Altamirano, Guerrero, desde el pasado 9 de julio de 2019, día en que fui consagrado como VIII Obispo de esta hermosa diócesis de la Tierra Caliente, la cual cuenta con territorio de los estados de México, Michoacán y Guerrero.
La muerte ha sido y creo que será siempre una experiencia difícil de entender, asimilar y aceptar, sin embargo, sabemos que es el paso que tarde o temprano todos vamos a dar. ¿Cuándo, dónde y cómo? Nadie lo sabemos. Por esta razón el Señor nos invita a estar preparados porque no sabemos ni el día ni la hora (Mt 24,42).
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Soy el segundo de nueve hermanos, seis hombres y tres mujeres, una de ellas, Religiosa de las Siervas de la Inmaculada Concepción, congregación fundada por don José Abraham Martínez, tercer obispo de la diócesis de Tacámbaro, de la cual soy originario. Vengo de una familia sencilla, unida, campesina y ganadera, con raíces cristianas muy profundas, dado que mis padres, Luis y Rafaela, fueron para nosotros grandes maestros y catequistas que nos enseñaron a vivir, dando a Dios el primer lugar en nuestras vidas y, a trabajar, para ganar el pan con el sudor de nuestra frente.
Los años 2019 y 2020 han marcado profundamente mi vida y la vida de mi familia. La muerte de mis padres en el 2019 nos tomó por sorpresa pues, aunque eran grandes de edad y estaban enfermos, no padecían una enfermedad grave que nos permitiera visualizar su muerte próxima.
Desde muy pequeño hubo algo que me unió a esta Diócesis de Ciudad Altamirano. Mis padres, año con año, nos traían a visitar el Santuario de la Virgen de San Lucas y, desde hace unos treinta años, dos de mis hermanos emigraron de mi pueblo a Ciudad Altamirano y se instalaron aquí como comerciantes. Uno de ellos, después de algunos años, emigró a los Estados Unidos y se vino en su lugar mi hermano mayor.
Por esta razón con frecuencia venía a Ciudad Altamirano a visitar a mis hermanos y sus familias, así como a mis papás que en ocasiones se los traían a pasar algunas semanas con ellos.
La última ocasión que los visité, fue el 18 de febrero de 2019. Traíamos a mis papás a pasar una temporada con mis hermanos y me acompañaba mi hermana religiosa, la madre Maty, y mi hermano menor. Dos horas de camino de mi mueblo, Melchor Ocampo, municipio de Tuzantla, Michoacán a Ciudad Altamirano, Guerrero. Mis padres, felices y contentos porque venían a pasar una temporada con sus hijos y nietos. Pasamos al Santuario de San Lucas a visitar a la Virgen, sin pensar que esa sería su despedida.
Llegamos a Ciudad Altamirano, comimos, convivimos y nos despedimos de ellos para emprender el viaje de regreso a nuestro pueblo en Michoacán, dejando a mis padres en casa de mi hermano mayor.
Esa noche murió mi padre. Cambió todo el panorama y ahora mis hermanos se prepararon para trasladar de regreso el cuerpo de mi padre, pero ahora, en un ataúd. Nosotros en mi tierra nos preparamos para recibirlo, velarlo y despedirlo, acompañado por una gran multitud de familiares, amigos y conocidos.
Mi madre, físicamente frágil y débil, pero con una gran fortaleza espiritual, enfrentó con una serenidad y paz la muerte de mi padre, su velorio, funeral y novenario. Pasado el novenario la trasladamos a Ciudad Altamirano para revisión médica y atenderla, sin embargo, su salud se desplomó y a los cuarenta días de la muerte de mi padre, mamá fue llevada a la Casa del Padre. Ni la muerte los pudo separar.
La historia se repitió ahora con mi madre aquel triste 29 de marzo y, para mí, fue especialmente difícil, pues estando atendiendo a mi madre enferma en Ciudad Altamirano me citaron a la Nunciatura Apostólica y un día antes de su muerte me dieron la noticia que venía como obispo a Ciudad Altamirano.
Sentimientos encontrados, dos noticias que cambiaron radicalmente mi vida. El no poder compartir con nadie, mientras no se hiciera público mi nombramiento y ahora, un nuevo duelo, la muerte de mamá. No fue nada fácil vivir el duelo ni asimilar mi nombramiento; sin embargo, el Señor me fue guiando y llevando a donde él quiso.
En estas condiciones llegué a estas benditas tierras de la Diócesis más bella del mundo, como la llamara don Juan Navarro Ramírez, primer obispo de Ciudad Altamirano.
En mi primer comunicado al presbiterio el 2 de abril, día en que se hizo público mi nombramiento, les decía a mis hermanos sacerdotes que había aceptado ser obispo de esta Diócesis, confiando solamente en la riqueza de sus fieles laicos, de sus religiosas y de sus sacerdotes. Que venía sin prejuicios, que me permitieran conocerlos para servirles mejor.
Cuando había realizado la visita pastoral a dos de las parroquias de la zona del conflicto, donde la violencia y el crimen se han agudizado, mis proyectos se vieron truncados por la pandemia del COVID-19 que tanto ha afectado a personas, familias, pueblos y comunidades.
Ya no nos permitió celebrar el primer aniversario de la muerte de mis padres en el mes de marzo como habíamos decidido. Cancelamos lo previsto y, sin la participación de familiares y amigos, solamente los hermanos y sobrinos, celebramos su novenario unidos en el rezo del Santo Rosario y la Celebración de la Eucaristía.
A los once meses de haber llegado a esta diócesis, el Señor se acordó una vez más de mí y de mis hermanos, tocándonos con su bendita mano izquierda, pues en un mes murieron tres de mis familiares más cercanos: mi hermano mayor, su esposa y su hijo.
Debo confesar que no es fácil hablar de esto, incluso me he negado a algunas entrevistas, pero si esto ayuda a alguien a valorar más su vida y la de los demás, a ser más responsable y seguir las recomendaciones de las autoridades para evitar los contagios, a sanar un poco el dolor de quien esté viviendo lo mismo que yo, con gusto lo hago, implorando al Señor la salud para los enfermos y quienes los atienden, el descanso eterno para nuestros difuntos, el consuelo y la fortaleza para los familiares que no hemos podido despedir a nuestros seres queridos como hubiéramos querido hacerlo.
La muerte fue tan rápida que nos sorprendió, fue un golpe muy duro que aún no logro asimilar. Mi cuñada Noela Rosbelia murió el 7 de junio, día de la Santísima Trinidad. Ocho días antes de la muerte de mi cuñada, mi hermano y su esposa cenaron conmigo y las hermanas religiosas en el Obispado, los invitamos para agradecerles todo el apoyo que nos habían dado con frutas, verduras, carnes y abarrotes cada ocho días.
Cuatro días después, el jueves 11 de junio, día del Corpus Christi, muere mi sobrino Olegario Josué, cuando apenas contaba con 31 años de edad, casado y con dos hijos pequeños.
El 30 de junio, después de tres semanas en el hospital, el Señor llamó a la Casa del Padre también a mi hermano Olegario, quien fue a reencontrase con su chata y su chino, como él los llamaba.
Mi hermano y su familia, como comerciantes, siempre se cuidaron y nos cuidaron, tomando medidas de precaución. Desde el mes de marzo usaron cubrebocas, evitamos el saludo de mano, el abrazo o el beso. Sin embargo, fueron contagiados y aunque fueron atendidos médicamente, no pudieron resistir y la muerte llegó dejando sentimientos de impotencia, dolor, rebeldía, coraje y una serie de preguntas: ¿por qué? ¿por qué ellos que eran personas buenas y dedicadas a su trabajo? ¿por qué se llevó a los tres? ¿por qué Dios no nos escuchó?
Mi cuñada tenía años padeciendo la diabetes, por lo tanto, su estado era más vulnerable. Mi hermano, aunque se veía fuerte y sano, iniciaba su trabajo a las dos de la mañana y siempre estaba muy desvelado y desgastado por su labor, por lo cual sus defensas estaban disminuidas. La gran sorpresa fue mi sobrino, médico veterinario y músico, que apenas contaba con 31 años, casado y con dos hijos, en la plenitud de su vida profesional y familiar.
Mi sobrino Olegario Josué se veía en su madre y era quien diariamente le inyectaba su insulina, daba masaje a sus pies y le manifestaba su amor de hijo, atendiéndola y desviviéndose por ella hasta el último momento. Jamás pensé que perdería la batalla ante este virus letal. Al morir mi cuñada, mi hermano estaba muy mal y llegué a pensar que él moriría con ella. Cuando me informaron que mi sobrino había muerto al ser trasladado del Hospital de Tuzantla a Zitácuaro, no podía creerlo, pues poco antes me había comunicado con él. ¿Negligencia médica? ¿Descuido en el traslado? Puede ser, sin embargo, todo lo hemos dejado en las manos de Dios.
Cuando me enteré que mi cuñada estaba enferma, quise ir a visitarla y auxiliarla, pero mis sobrinos y mi hermano me dijeron que no, que estaba mejor, que ellos estaban bien. Sé que lo hicieron por protegerme. Cuando mi sobrina Jesy me habló y me dijo: tío, mi mamá está muriendo, no lo pensé dos veces, le avisé a mi otro hermano que vive aquí para que me acompañara y me fui a asistirla sacramentalmente, tomando las medidas pertinentes. Le administré la Santa Unción a ella, a mi hermano y a mi sobrino.
Ahora agradezco a Dios el estar en esta diócesis de Ciudad Altamirano, porque tuve la oportunidad de estar cerca de ellos en estos momentos tan difíciles y haber podido acompañarlos en el trance más doloroso. Me siento contento y satisfecho de haber corrido el riesgo de contagio asistiéndolos espiritualmente, como pude hacerlo con otra enferma que me trajeron al obispado porque no encontraban sacerdote que la atendiera.
Horas después murió mi cuñada y fue trasladada de inmediato a mi pueblo donde pude celebrar la Eucaristía en la capilla abierta del cementerio a las siete de la mañana y fue sepultada inmediatamente. Un dolor muy grande despedirla de esta manera y regresar corriendo porque mi hermano estaba muy grave, por lo cual fue trasladado al Hospital de Tuzantla y posteriormente al Hospital Regional de Zitácuaro, donde fue hospitalizado e intubado.
Al regresar del funeral de mi cuñada, decidí aislarme voluntariamente y vivir mi cuarentena para proteger a mi familia, a mis sacerdotes, religiosas y fieles de mi Diócesis. Gracias a Dios no me contagié y pude seguir atendiendo las necesidades de mi familia y de la Diócesis ante esta dura situación.
Mi sobrino, aunque se veía bastante mejor, también fue trasladado ese día por la tarde al Hospital de Tuzantla para una mejor atención. Todo parecía ir muy bien y de momento algo se complicó y decidieron trasladarlo a Zitácuaro, pero lamentablemente murió en el camino. Al recibir la noticia, no podíamos creerlo y aun ahora no entendemos qué fue lo que sucedió.
Mi hermano y su esposa engendraron cinco hijos, tres hombres y dos mujeres, todos casados, menos Lupita, la hija menor de veinte años. Me tocó asumir el papel de enlace entre mis sobrinos y toda la familia. Estuve en comunicación con mi sobrina Lupita que fue quien estuvo en el Hospital a tiempo completo y compartía la información al grupo de la familia.
Algo muy bonito que nos dejó esta triste experiencia, después de la muerte de mi cuñada y sobrino, fue una mayor unidad y comunión familiar. Por sugerencia de mi hermana religiosa todos nos unimos cada tres horas, día y noche, rezando un Ave María por la salud de mi hermano y de todos los enfermos. Esta experiencia de oración nos fue preparando para aceptar la voluntad de Dios. Vivimos tres semanas con la esperanza de que mi hermano se salvara y recobrara la salud.
Sin embargo, las cosas se fueron complicando y después de tres semanas de lucha y de esperanza, mi hermano Ole, como le decíamos de cariño, también fue llevado a la Casa del Padre a reunirse con su Chata y su Chino, como él llamaba a su esposa y a su hijo.
Fue una noticia muy dura cuando me dijeron que mi hermano había sufrido un infarto, pero que estaban tratando de reanimarlo. Así entré a celebrar la Eucaristía en Vicente Riva Palacio, Michoacán, fiesta patronal de San Pedro y San Pablo, invitando a la gente a orar por la salud de mi hermano, pero sobre todo para que se hiciera la voluntad de Dios y no la nuestra. A la una de la mañana del día 30 de junio murió mi hermano.
Toda la familia y mis sobrinos experimentamos mucho dolor, pero al mismo tiempo, mucha paz. La conciencia tranquila porque humanamente se hizo todo lo posible. Finalmente se había cumplido la voluntad de Dios.
Debo decir con toda honestidad que viví días y noches oscuras y tortuosas en este mes de junio, de rodillas y postrado en tierra en el oratorio supliqué al Santísimo un milagro. Imploré a mi madre María Santísima un milagro. En algunos momentos me rebelé y lloré amargamente al no entender el silencio de Dios.
¿Por qué no me respondes Señor? ¿Qué más quieres de mí y de mi familia? ¿A dónde me quieres llevar? ¿Hasta cuándo te acordarás de mí? Después de la muerte de mi cuñada y sobrino, le supliqué que sanara a mi hermano, que viera el dolor de mis sobrinos, que les dejara el consuelo de recuperar a su padre y al abuelo de sus hijos.
El Señor me trasladó varias veces al Huerto de Getsemaní y fue ahí donde encontré la respuesta y la paz para vivir esta pasión y muerte en la familia. Cuando logré hacer mía la oración de Jesús, sobre todo la segunda parte, mi corazón se serenó, descansó y pude ayudar a mi familia: “Padre, si es posible, aparta de mí esta amarga prueba, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14,36).
Fue aquí donde pude entender y asumir en medio del dolor y del sufrimiento la voluntad de Dios. Mi oración ahora dio un paso: “Padre, si es posible aparta de mí, de mi familia y de mi pueblo esta amarga prueba…”.
Algo muy duro para mí, fue no poder celebrar la Eucaristía en el funeral de mi sobrino y de mi hermano. Ya estaba en cuarentena y ya no quise arriesgar a nadie. La celebré a distancia y pude entender el dolor y sufrimiento de tantas familias en mi diócesis y en otros lugares que no han podido velar y sepultar a sus seres queridos como hubiéramos querido.
Después de un mes de estos tristes acontecimientos, recuerdo las palabras que le dije a mi hermano mayor cuando murieron mis papás: “hermano, ahora que no están mis papás, te toca hacer el papel de padre”.
Ahora veo a mi hermano y me dice lo mismo. Aunque mis sobrinos ya son grandes, los quiero mucho y he tratado de estar cerca de ellos, de alguna forma, ser padre y madre para ellos.
Para mis hermanos y hermanas ha sido un golpe muy duro y difícil de entender y asimilar. Agradezco a Dios que me ha dado la fortaleza para confirmar en la fe y en la esperanza a mis siete hermanos, a todos mis sobrinos y a los fieles de mi Diócesis que tanto han sufrido también a causa de esta pandemia.
Muchas familias han vivido la experiencia que ahora comparto. Le doy gracias a Dios que me ha probado en el dolor y el sufrimiento, porque ahora entiendo el dolor y el sufrimiento de tantos hermanos, cercanos y lejanos, que están viviendo este calvario. Pero puedo decirles con toda certeza que después de la pasión y muerte nos espera la resurrección, la vida nueva para nuestros difuntos y para nuestras familias.
Es fácil escribir y dar consejos y palabras de aliento desde la psicología y desde la misma Sagrada Escritura, pero decirlo desde el mismo dolor, desde la misma cruz, es diferente.
Hay otros dos textos bíblicos que me han confortado y ayudado a aceptar esta amarga prueba y a encontrar la paz en mi corazón. Así mismo, me han ayudado para tender la mano a mis hermanos y sobrinos para vivir nuestro duelo y reconciliarnos con Dios, para poder vivir en paz: Job 1, 21 y Mt 11, 28.
Job 1, 21: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor! El sufrimiento es tal vez la prueba más grande para nuestra fe. En Job he encontrado una gran luz para entender el actuar de Dios. Dios todo lo puede, nos ama y nos cuida, incluso permitiendo que seamos probados, dándonos libertad plena para amarlo o rechazarlo durante este proceso y las noches oscuras de la prueba, en que experimentamos su aparente silencio y abandono.
Dios nos conoce perfectamente y premia con generosidad a los que lo aman y aceptan su voluntad y su actuar, aunque no lo entendamos, e incluso en medio del dolor y del sufrimiento, del fracaso y de la duda, de la desesperación y de la muerte misma.
Dios permite el sufrimiento y el dolor para darnos oportunidades maravillosas de crecer en la vida humana y espiritual.
Dios utiliza el sufrimiento para hablarnos en medio de las aflicciones y el dolor, para darnos a conocer su amor misericordioso y su tierna protección, con palabras de incomparable consuelo, esperanza y sanación.
Algo que me sorprendió grandemente fue la seguridad y confianza con que asistí sacramentalmente a mi familia, sin miedo al contagio y gracias a Dios no me contagié. Tres de los hijos de mi hermano, dos mujeres y un hombre, que atendieron a los tres enfermos y tuvieron contacto directo con ellos, temían haber sido contagiados y cuando se hicieron la prueba, su sorpresa fue grande: negativo. Ninguno fue contagiado.
Mt 11,28: “Vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados por la carga y yo los aliviaré”. En días pasados, los responsables de Pastoral de la Comunicación en mi diócesis me hicieron una entrevista y una pregunta decía: ¿cita bíblica preferida? Sin titubeo dije: Mt 11,28. Siempre me ha ayudado y ahora de manera especial. Al experimentar el cansancio, la impotencia, el sufrimiento, el dolor, el silencio y el abandono, resonaron con fuerza en mi mente estas palabras de Jesús y me di cuenta que no estaba solo, que no me había abandonado; me di cuenta que el silencio y abandono eran aparentes. Fue ante el Sagrario, al leer y meditar estas hermosas palabras de Jesús donde he encontrado el consuelo y la fortaleza.
Un amigo psicólogo, me habló por teléfono y me dijo: ¿cómo está? Y no me dejó contestar. Él mismo respondió: el obispo está bien, gracias a su Eucaristía, Santo Rosario, oración, meditación… Pero, dígame, ¿cómo está Joel? Sin pensarlo mucho le dije: Joel está bien, Joel está en paz. En paz conmigo mismo, con mi familia, con Dios.
Confieso que mi gran temor era la reacción de mis sobrinos contra Dios. He visto, he sentido y compartido su dolor, su esperanza, su desesperación, pero también nos dieron una gran lección. Dios fue preparando y disponiendo sus corazones para aceptar la muerte de sus padres y de su hermano; fue fraguando su corazón, para dejarlos partir en paz. Nunca escuché un reproche, menos una blasfemia contra Dios. ¿Por qué? Sin entender y sin encontrar la respuesta a esta pregunta que todos nos hacíamos, simplemente abrazaron la cruz y vieron más allá de la muerte, pudiendo contemplarlos en un lugar diferente, en un lugar prometido por Jesús, en la Casa de su Padre. El saber que sus padres y su hermano habían dejado de sufrir y que ahora descansaban en paz, les ayudó a descansar también y a encontrar la paz.
Las consecuencias de estas muertes inesperadas, como la de mis padres el año pasado, han sido muchas. Aunque siempre hemos sido una familia muy unida, a pesar de ciertas diferencias, el dolor y el sufrimiento nos han unido más. Creo también que fue una gran sacudida para todos, sobre todo para las nuevas generaciones, quienes se han dado cuenta del valor de la fe para afrontar estas circunstancias. Por otra parte, hemos conservado la alegría y el entusiasmo, continuando nuestra vida ordinaria, trabajando y enfrentando la vida con renovado entusiasmo, experimentando una gran fuerza que nos viene de lo alto.
Experimentamos la presencia viva y espiritual de ellos que nos impulsan a seguir adelante, sabiendo que ellos están bien y que solamente se nos han adelantado. Heroicamente sus hijos se han unido y organizado aún más para seguir trabajando en comunión y mantener vivo, no sólo el recuerdo, sino el trabajo y la empresa de sus padres.
Como obispo y pastor de esta Diócesis de Ciudad Altamirano, he estado muy cercano a mi familia de sangre, sin descuidar mi querida Diócesis, he tratado de continuar mi ministerio de pastor, sacando fuerza desde el sufrimiento y el dolor, sacando y compartiendo vida desde esta experiencia de dolor, de sufrimiento y de muerte.
Invito a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a que cerremos filas con nuestras autoridades sanitarias y civiles. A que tomemos en serio el llamado a cuidarnos los unos a los otros, pues este virus es letal. No respeta edad, sexo, condición social, credo religioso o filiación política.
Por más que yo me cuide, si tú no me cuidas, puedo ser contagiado y entonces, puedo contagiar a otros. Te invito a hacer un pacto de corresponsabilidad y ayuda mutua:
“YO ME CUIDO, TÚ ME CUIDAS, TODOS NOS CUIDAMOS”.
Somos muchas las familias que, en mi Diócesis, en México y en el mundo entero, hemos perdido un ser querido a causa de esta pandemia, pero, sobre todo, a causa de la irresponsabilidad y negligencia de mucha gente que no le ha dado la importancia debida.
dicen que este virus llegó para quedarse. Por esta razón, desde mi dolor, desde el dolor de mi familia y de tantas otras que viven su duelo, en el abandono y la soledad, los invito a obrar con madurez y responsabilidad, a solidarizarnos con quienes están enfermos o han perdido a un ser querido.
Espero y pido a Dios que a partir de esta experiencia que a todos nos ha afectado, aprendamos a valorar y amar más la vida, desde su concepción hasta su muerte natural. Aprendamos a vivir en comunidad, pensando más en los demás y compartiendo con ellos, principalmente con los más pobres y necesitados, cuanto somos y tenemos. Aprendamos a valorar la grandeza de la familia y luchemos por hacer de ella una verdadera comunidad de vida y de amor. Aprendamos a valorar la grandeza de una amistad que en los momentos más dolorosos ha estado a nuestro lado.
En una palabra, aprendamos a ser de verdad seres humanos que hagamos realidad, en nuestra vida diaria, las palabras de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo los he amado”.
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