Una de las grandes verdades que recordó el concilio Vaticano II es la vocación universal a la Santidad (LG.11) de todos los miembros que conforman el Cuerpo Místico de Cristo.

Todos, sin excepción, estamos llamados a alcanzarla. No es una cuestión solamente de almas dedicadas a la vida religiosa o al sacerdocio, sino de todo bautizado. En la Iglesia, por lo tanto, todos hemos de trabajar por la propia santificación y, por medio de ella, por la santificación del mundo.

“Pero ustedes son un pueblo elegido por Dios, sacerdotes al servicio del Rey, una nación santa, y un pueblo que pertenece a Dios. Él los eligió para que anuncien las poderosas obras de aquel que los llamó a salir de la oscuridad para entrar en su luz maravillosa” (1 Pedro 2, 9)

Sin embargo, una pregunta válida es ¿en qué consiste el estilo propio en cómo un laico de se ha de santificar? Es decir, ¿cuál es su vocación? Es un hecho que cada estado de vida tiene su propio carisma, es decir, el conjunto de los dones necesarios para poder ejercerla conforme al plan de Dios. En este sentido, ¿a qué está llamado el laico dentro de la Iglesia?

Por supuesto, no se trata de reforzar la idea de ser cristianos de segunda categoría. El citado texto de San Pedro es muy claro: todos somos pueblo de Dios caracterizado por el sacerdocio real y la santidad de vida.

Planteadas, así las cosas, entonces, es posible identificar cuáles son las notas propias de la vocación de laico:

Renovar el mundo mediante el mensaje de Cristo que se convierte en vida es la síntesis de la vocación de todo cristiano. En la historia de la primitiva Iglesia fueron precisamente los laicos lo que hicieron vida el mensaje recibido de los apóstoles, manifestando que se trataba de una forma viable de vivir. De fondo, todo ello se resume a mostrar cómo se puede amar en cualquier situación en la que nos encontremos. En ese sentido, llevar ese mensaje a todos los ambientes de la comunidad se constituye en la esencia de la vocación del laico.

El laico posee como misión cristianizar el mundo, el ambiente y las estructuras a modo de fermento (Gal. 5,9) haciéndolo desde el mismo mundo. La vocación al sacerdocio ministerial o de la vida consagrada, toma al fiel cristiano y lo pone en un lugar muy específico.

El cristiano laico (que además es seglar, es decir, vive en la sociedad como cualquier otro ciudadano) posee todo el mundo y toda realidad humana como “campo misión”.

El hogar, la oficina, la escuela, la construcción, el mercado, el campo, la fábrica, las redes sociales y demás medios tecnológicos de información, la cocina, la limpieza, etcétera, toda realidad humana es susceptible de convertirse en lugar de apostolado para los laicos.

Es precisamente esta versatilidad de presencia lo que hace tan importante la toma de conciencia de la importancia de la vocación del laico. En una iglesia que se ha definido últimamente como “en salida”, el poder manifestar que, en medio de cualquier ambiente, se puede vivir la fe y promover los valores cristianos, comprometerse con las preocupaciones y esperanzas de la comunidad de manera activa y participativa, es una forma, quizá la más atrayente, de demostrar que vale la pena ser cristiano.

Todo ello se manifiesta en un comportamiento cívico ejemplar, pero también en una adecuada vida de fe armonizada con las exigencias de las actividades propias. No se trata de poseer muchos títulos y grados académicos, sino de aprender a vivir en medio del mundo con la mirada puesta, en el aquí y ahora, animados por las promesas del Reino de los cielos.

Es decir, trabajar para cristificar el mundo, en medio del mundo.

El Mtro. Jorge Luis Ortiz Rivera, es Director de la Licenciatura en Filosofía de la Universidad Intercontinental (UIC)

 

*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

Jorge Luis Oritiz Rivera

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