Por Pbro. José Luis Piña Vargas. Asesor espiritual de la Dimensión de Ecología de la Arquidiócesis Primada de México
La ecología integral a la que nos invita el papa Francisco nos llama a cuidar la casa común, pero también a asumir un compromiso social donde busquemos erradicar la pobreza y las desigualdades. Sabiendo que la Pascua es un tiempo de cambio y renovación, ¿cómo podemos reflexionar sobre sus signos desde esta visión integral? A continuación compartimos con ustedes algunas reflexiones.
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El fuego está presente desde la creación, ha acompañado la historia de la salvación, es signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El fuego siempre fue un elemento necesario para el servicio del templo y los sacrificios, por ello no podía apagarse en el templo, debía arder permanentemente (Lev 6, 12s).
El pasaje de sacrificio de Isaac pone en evidencia que el fuego era un elemento insustituible, al grado que Abraham lo lleva desde casa para poder así hacer su ofrenda (Gén 22,6).
El fuego, para el pueblo de Israel, es símbolo de vida, del poder divino, de su protección y de su auxilio (Éx, 3,2; 19,18), basta recordar la peregrinación en el desierto, donde una columna de fuego ardía sin consumirse y era signo evidente de la presencia de Dios (Éx 13, 21; 14,24).
También era un signo de purificación y regeneración, oportunidad para que la tierra recobrara sus nutrientes, devolver la vida. El mismo bautismo de Jesús hace referencia al fuego, que posibilita la nueva vida en el fuego del Espíritu. (Mt 3,11).
Así, el Señor Jesús ha venido a traer fuego a la tierra, es un fuego reparador, restaurador de toda la obra creadora y desea que arda, que irradie su calor y su fuerza transformadora (Lc 12, 49-53).
El agua de igual manera está presente desde la creación, y estuvo siempre presente en la mentalidad del pueblo de Israel. El caos primitivo se manifestaba en las aguas turbulentas e indivisas, que ante la intervención divina vienen separadas y dan origen a los espacios propios para el desarrollo de la creación (Gen 1,2).
El agua es signo perenne de la vida, del desarrollo y prosperidad de los pueblos, del mismo modo el agua del bautismo nos abre a la vida de la gracia, al don de los hijos de Dios. El agua es sinónimo dinamismo, empeño y compromiso en la vida del discípulo, pues al igual que el agua, si el corazón del discípulo de Cristo deja de moverse en el compromiso por el Reino, la vitalidad que brota de él se puede corromper y dejar de fecundar la vida, no por su naturaleza, sino por la indiferencia e inmovilidad de cada uno de nosotros.
Así en la liturgia bautismal de la Vigilia Pascual somos sumergidos con Cristo en su muerte y en este acto de amor inmenso, salimos de las aguas de las aguas bautismales recreados, constituidos en nuevas creaturas, partícipes del don de la resurrección.
La Pascua es el paso, el salto de un estado a otro. Vivamos nuestra pascua, hagamos pascua, seamos instrumentos de pascua, de salto y de cambio, para que la presencia recreadora de Dios sea evidente. Cristo ha resucitado, resucitemos con El.
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