Tengo un poema que me entusiasma releerlo cada Semana Santa. Se trata de Ciego Dios, del poeta y sacerdote Alfredo R. Placencia (Jalostotitlán, 1873 – Guadalajara, 1930). Lo transcribo con la petición al lector que vaya hasta el final del poema, sin hacerse juicios previos (es un canto de amor al crucificado, por la vía de la paradoja).
Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.
Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino?…
Convén mejor en que ni ciego era,
ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.
¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego!…
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciégame a mí también, quiero estar ciego.
Es, en opinión de grandísimos lectores de poesía mexicana Gabriel Zaid o José Emilio Pacheco, uno de los más bellos poemas escritos en español a Jesús Crucificado. Quizá el más bello.
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