La inmensa mayoría de los católicos creemos que una cosa es la vida de fe y otra la economía. No faltan aquí y allá quienes roban, como Zaqueo, pero no bajan del árbol cuando Jesús los llama: se quedan entre las ramas. Suelen aderezar su discurso con una justificación ramplona: “ya doy de comer a los que trabajan para mí”. En el plano social alargan el pretexto diciendo que en esta jungla “el que no transa no avanza”.
Hace poco recibí de una prima hermana mía y de su marido un libro interesantísimo: Cathonomics de Anthony M. Annett. Traducido es algo así como Catonomía. El subtítulo lo explica: “Cómo la tradición católica puede crear una economía más justa”,
¿Y de qué trata? De los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia, empezando por uno que solemos saltarnos “a la torera”: el destino universal de los bienes. Por ejemplo, el bien del agua. Los grandes consumidores piensan: “yo pago toda la que uso”. Pero el agua es de todos. Si uso más de lo que debo usar, le estoy quitando al otro. Aunque la pague más cara.
“La desigualdad es la raíz de todas las enfermedades sociales”, escribe Annett. Y Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, lo confirma: “La política económica (de un país, de un Estado, de un Municipio, incluso de una colonia o un condominio) solo puede ser efectiva si se construye desde la base fundacional de un sistema de valores compartido”. Y el catolicismo provee de ese sistema robusto de valores: el primero de ellos es el que cantaba aquel conjunto setentero “¡Viva la gente!”. Cuando el niño le pregunta a su papá de qué color es la piel de Dios, el padre responde: “Negra, amarilla, roja y blanca es; todos son iguales a los ojos de Dios”.
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