Su hijo, según me decía usted hace poco, está por casarse, lo cual quiere decir que se irá lejos de usted. A partir de entonces respirará bajo otro cielo y usted ya no podrá verlo con la frecuencia de siempre. Cuando habló conmigo, pronunció usted estas palabras terroríficas: “¡Me lo arrebatan!”. Y cuando le cité aquellas palabras del Evangelio que dicen: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”, etcétera, usted, profundamente desesperada, me gritó: “¡Como usted no tiene hijos, no será nunca capaz de comprenderme!”.
Todos los días se levantaba usted a las cinco de la mañana para preparar el desayuno y llevar a su hijo a la escuela, que entraba a las siete. Y, cuando el niño enfermaba, usted estaba siempre allí, a la cabecera, palpándole la frente y prodigándole caricias. Y cuando usted hacía todo esto con el mayor desinterés, ¿dónde estaba la mujer que dentro de poco será su nuera? Eso es lo que me preguntaba usted: ¿dónde estaba? Y agregó, para dar más énfasis a su dolor: “Pero no, ella no hizo nada por él: ella, simplemente, se limitaba a existir en alguna parte. Y, de pronto, hace su aparición en el escenario, le da unos cuantos besos a mi hijo y termina por robármelo”.
¿Qué quiere que le diga, señora? Usted misma salió un día de su casa, abandonando padre, madre y hermanos. ¿Y se ha preguntado lo que sintieron todos ellos cuando esto sucedió? No, no se lo ha preguntado. ¿Cree que no sintieron nada de lo que usted siente ahora? Sin embargo, tal vez muy a su pesar, abrieron el puño y la soltaron para que volara. Pero no, no quiero endilgarle un sermón; como usted muy bien ha dicho, yo soy incapaz de sufrir lo que sufre un padre cuando un hijo se va. Sin embargo, he vivido mucho –quiero decir, he escuchado mucho- y me gustaría contarle una triste historia que, hace unos años, me tocó vivir de cerca.
Hubo en un pequeño pueblo, del que evitaré decir el nombre, una mujer que, como usted, no vivía más que para su hijo. Éste era su tesoro, su adoración, y tanto más lo amaba cuanto que este muchacho era lo único que tenía, pues el padre la había abandonado desde los lejanos días de su embarazo. ¡Por él habría dado esta mujer la vida, y aun cien vidas si las tuviera! Pero una vez -mejor dicho, conforme fueron pasando los días, las semanas y los años-, el hijo creció y ya no era un niño, sino un jovencito que se disponía a hacer el examen de ingreso a la Facultad de Medicina de nuestra ciudad.
Ahora bien, si el muchacho aprobaba el examen, ¿qué iba a ser de su madre? ¿Lo dejaría marcharse así como así? Por un lado, la mujer quería que su hijo aprobara el examen por las obvias razones que usted comprenderá; pero, por el otro, deseaba ardientemente que no lo aprobara, pues sólo a ese precio él se quedaría con ella para siempre. ¿Comprende usted el drama interior de esta mujer? Su corazón era un campo de batalla. Estaba confusa, desorientada; no podía creer que el tiempo hubiese pasado tan de prisa y apenas dormía por las noches en espera de los resultados oficiales.
Pero éstos aparecieron un domingo en la página de un periódico venido de la capital, y fueron bastante favorables para el hijo de mi amiga. ¡Cuando tantos habían quedado suspendidos, él lo había aprobado! ¿No era para morirse de alegría? ¡Qué felicidad! Pero esta felicidad estaba destinada sólo a él, porque ella, la madre, se mostró más bien disgustada.
-¿No te alegras? –le preguntó el muchacho al ver la lividez de su rostro.
-Es claro que me alegro –respondió la mujer-. Pero esto quiere decir que te vas, ¿verdad?
-Aquí no tenemos una Facultad de Medicina, mamá. Por lo tanto, es obvio que debo irme.
La mujer lloró todo aquel día, y durante los días siguientes lloró aún con más fuerza, hasta que un día, venciéndose a sí misma, pronunció estas palabras fatales:
-¡No te vayas, hijo! ¡No me dejes! ¡Tú eres lo único que tengo y, si te vas, me muero!
Bien, no voy a alargar la historia. Al final, ganó la madre. El muchacho terminó quedándose con ella. ¡Pero a qué precio! ¿Sabe usted, señora, lo que este joven me dijo una vez de su madre, esa mujer que no vivía más que para él? “¡La odio! ¡Nunca podré perdonarla por lo que me hizo!”.
El que guarda para sí su vida, la perderá; pero el que acepte perderla, ése la encontrará. Así dijo Jesús. Pero estas palabras no se refieren únicamente a nuestra persona, sino también a aquellos de los que decimos que son nuestra vida: los seres que más amamos en el mundo. Hay que soltarlos, dejar que vuelen… ¡Ah, si aquella mujer de la que le hablo hubiera dejado a su hijo ser él mismo! Si esto hubiese sucedido, ella ahora sería amada…
En uno de sus primeros libros –Aún es posible la alegría-, el gran don José María Cabodevilla (1928-2003) dijo esto a una mujer que sufría los mismos dolores que usted, señora, y como no me resisto a transcribir sus palabras, aquí las tiene para que las medite y trate de sacar todas las conclusiones pertinentes al caso:
“Su hija se va a casar –si cambia usted el género y pone hijo allí donde él escribió hija, las cosas se tornan más fáciles-. Su única hija, la última de una breve lista de hermanos, la que ha vivido siempre a su lado, la persona en la que ha cifrado usted toda su esperanza. Por la primavera se casa, y se marcha lejos. Considera usted injusto que un desconocido llegue y se la arrebate, después de todas las preocupaciones y sinsabores que su vida le ha ocasionado, los desvelos por perfeccionar su carácter, las noches pasadas a la vera de su lecho. No permita, señora, que ese desconocido se la arrebate: entréguesela de buen grado. Recuerde el principio de Bacon. Hay que ser para los jóvenes un apoyo, no un obstáculo; un amigo, no un adversario; una madre, no otra cosa, a fin de que el desconocido se convierta en un hijo y la hija continúe siendo hija”.
Por el momento, señora, esto es todo lo que tengo que decirle. ¡Adiós!
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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