Jaime Septién
En un pequeño ensayo incluido dentro de su libro El diablo propone un brindis, el célebre autor católico C. S. Lewis hace una distinción que resulta fundamental a la hora de orar y cantar en la Iglesia: no es lo mismo una “buena obra” que una “obra bien hecha”.
Las buenas obras, a menudo, con ser obras de caridad, no son obras bien hechas. Piénsese, por ejemplo, en algunas imágenes que “adornan” el templo. Pueden haber sido hechas con la mejor voluntad del mundo, pero estéticamente son muy feas.
En España fue conocido el caso de una mujer mayor que tomó un cuadro del rostro de Jesús del templo, lo llevó a su casa para “repararlo” y terminó colgando un adefesio.
Es frecuente que lo coros que acompañan nuestras celebraciones, los músicos que se “avientan al ruedo” y cantan para darle alegría a la liturgia, consigan un efecto contrario: alejar a los fieles de la solemnidad y la introspección que exige el encuentro con el Señor.
Lewis lo dice de manera contundente: “Hagamos que los coros canten bien o que se callen”. No es función menor la suya. Y si no tienen la preparación, lo mejor es que la adquieran.
La misma exigencia que proponemos a la Iglesia jerárquica debía aplicarse, primero, a nuestro comportamiento y, segundo, a todo lo que rodea a la liturgia, incluida la música. Que los católicos no confundamos las buenas obras con las buenas obras bien hechas.
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