Quizá mi generación fue la última que vivió lo que los entendidos llaman “transmisión automática de la fe”. Los abuelos eran católicos, los padres eran católicos, luego los nietos y los hijos eran católicos. ¿Edad de oro? Sí y no. Sí, porque la fe es un tesoro invaluable de vida. No, porque el automatismo no genera conciencia. Y sin conciencia de que se tiene un tesoro, se malgasta.

Debemos dejar atrás —como padres, como maestros, como párrocos— la melancólica memoria de “aquellos tiempos”. En las coplas que dedicó a la muerte de su padre, el poeta medieval Jorge Manrique dice que a nuestro parecer todo tiempo pasado fue mejor. Es verdad. Muchos de nosotros —me apunto como el primero— andamos hurgando en los recuerdos para exhibirlos como si lo de antes fuera posible practicarlo hoy.

Los medios, las formas, los lenguajes han cambiado. La fe tiene sus exigencias. La primera de todas, que inflame el corazón. Es sencillo echarle la culpa a Internet. La triada (tan escuchada en las homilías) del consumismo, el individualismo y el hedonismo que empapa la cultura actual existe. Mas no la vamos a derribar de las prácticas en las nuevas generaciones, si somos incapaces de agregarle a la fe una pizca de sentido común. Y una pizca de alegría. Vivimos tiempos nublados. Inútil será querer desaparecer las brumas por decreto.

 

 

*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

Jaime Septién

Periodista y director del periódico católico El Observador de la actualidad.

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