El Papa Francisco hizo una oración extraordinaria, en la vacía Plaza de San Pedro, el pasado 27 de marzo, con participación de millones de televidentes, para pedir el fin de la pandemia, con bendición del Santísimo e indulgencia plenaria. Sin embargo, el Covid-19 sigue arrasando todo a su paso. En Italia, donde reside el Papa, los contagios y las muertes no se detienen. Entonces, ¿para qué sirvió esa oración?
Se han llevado a cabo muchas celebraciones, Misas, Horas Santas, sacrificios, vuelos en helicóptero y avioneta sobre poblaciones, o recorridos a pie o en vehículos, con la Custodia y Jesús Sacramentado, con imágenes de la Virgen y reliquias de santos, para pedir que se detenga esta plaga. Sin embargo, entre nosotros sigue avanzando. ¿Sirvieron de algo esas creativas manifestaciones de fe?
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Muchísimas familias cristianas, encerradas en su hogar, han multiplicado súplicas, rosarios y cadenas de oración, para que no siga el contagio. Sin embargo, éste cobra más y más víctimas en todo el mundo, aunque de momento, gracias a Dios, no tenemos familiares enfermos de este mal. ¿Tienen un efecto real nuestras plegarias?
Claro que sirven. No somos capaces de advertir toda su eficacia, porque su efecto es espiritual, invisible. Sólo Dios sabe cuánto bien hemos hecho al mundo unidos en la plegaria. Si no fuera por tantas oraciones, la pandemia ya habría causado muchos más destrozos.
Pero, como no vemos resultados palpables e inmediatos, nos puede llegar la duda de si en verdad ayudan en algo nuestras oraciones. Aún más, nos podemos preguntar si Dios nos escucha. Y todavía más, algunos pueden dudar de la existencia de Dios. Ateos convencidos o prácticos pueden echarnos en cara la inutilidad de lo que hacemos, e incluso de nuestra religión. Nos dirán que lo importante es inventar la vacuna adecuada, aplicar las medicinas oportunas, curar a los enfermos y evitar más muertes y sufrimientos. Para ellos, lo que vale es lo cuantificable, lo visible e inmediato, los enfermos recuperados, la economía rescatada. No tienen ojos para ver más allá. Son ciegos del alma.
No faltan Judas de ayer y de siempre, que repiten que vendamos los bienes de la Iglesia y los destinemos a remediar económicamente esta pandemia, sobre todo en favor de los pobres. Es cierto que éstos tienen prioridad, y son ejemplares el Papa y muchos otros que apoyan con su dinero a los que hoy se están quedando sin recursos; pero nuestros críticos ni un peso ponen de sus bolsillos para remediar la pobreza. Algunos viven de los pobres, pues son miembros de alguna ONG con magníficos sueldos y no están dispuestos a que se los reduzcan, o a compartirlos con los más necesitados. Estas críticas nos resbalan, pues la Iglesia destina mucho dinero a los pobres y, en la mayoría de los casos, sin publicidad; casi nadie se entera.
Pero, volviendo a la oración por la pandemia; ¿de algo sirve? ¡Claro que sí! De mucho y, en la mayoría de las circunstancias, no sólo es lo único que podemos hacer, sino que es nuestra aportación más valiosa, sólo apreciada por el corazón de Dios, que ve lo más profundo de nuestro ser. No podremos comprobar físicamente su efecto, porque es algo espiritual. La vida no es sólo dinero y medicinas, sino también fortaleza espiritual, ánimo y esperanza, lucha por la vida propia y de los demás. Dios puede hacer milagros inmediatos, físicos, corporales, y la historia los consigna; pero su fuerza es sobre todo espiritual, invisible, aunque real y efectiva. No cuenta sólo el dinero. Como ser papá, no es sólo llevar recursos económicos a la familia, sino también dar ternura, cariño, seguridad y fortaleza, y eso no se mide materialmente.
Claro que no basta rezar; también hay que hacer cuanto podamos para ayudar en lo material; pero lo horizontal, sin lo vertical, se cae; no se sostiene. El mundo necesita no sólo dinero, sino también espiritualidad, fe, amor y esperanza. Necesitamos volver a Dios.
El Papa Francisco, en la audiencia general del miércoles pasado, dijo: “En estas semanas de preocupación por la pandemia que está haciendo sufrir tanto al mundo, entre las muchas preguntas que nos hacemos, también puede haber preguntas sobre Dios: ¿Qué hace ante nuestro dolor? ¿Dónde está cuando todo se tuerce? ¿Por qué no resuelve nuestros problemas rápidamente? Son preguntas que nos hacemos sobre Dios.
¿Cuál es el verdadero rostro de Dios? Habitualmente proyectamos en Él lo que somos, a toda potencia: nuestro éxito, nuestro sentido de la justicia, e incluso nuestra indignación. Pero el Evangelio nos dice que Dios no es así. Es diferente y no podíamos conocerlo con nuestras fuerzas. Por eso se acercó a nosotros, vino a nuestro encuentro y precisamente en la Pascua se reveló completamente. ¿Y dónde se reveló completamente? En la cruz. Allí aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos que la cruz es la cátedra de Dios.
Nos hará bien mirar al Crucificado en silencio y ver quién es nuestro Señor. El es omnipotente en el amor, y no de otra manera. Es su naturaleza, porque está hecho así. Él es el Amor. El poder de este mundo pasa, mientras el amor permanece. Sólo el amor guarda la vida que tenemos, porque abraza nuestras fragilidades y las transforma. Jesús cambió la historia acercándose a nosotros y la convirtió, aunque todavía marcada por el mal, en historia de salvación. Ofreciendo su vida en la Cruz, Jesús también derrotó a la muerte. Desde el corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros. Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece.
Abrámosle todo el corazón en la oración. Dejemos que su mirada se pose sobre nosotros y comprenderemos que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no nos abandona y nunca se olvida de nosotros” (8-IV-2020).
Dijo el P. Raniero Cantalamessa, en su homilía del Viernes Santo en la Basílica de San Pedro: “¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido. Es él quien nos impulsa a hacerlo: ‘Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá’ (Mt 7,7). ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios ‘sufre’, como cada padre y cada madre. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. ‘Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el mismo bien’ ”.
Intensifiquemos la oración, y ojalá la acompañemos con ayunos y sacrificios, pues estos demonios sólo así salen, como dijo Jesús. Y confiemos en el corazón de nuestro Padre Dios: El decide, con su amor, cuándo y cómo interviene. A nosotros sólo nos toca decirle: “Señor, si quieres, puedes curarnos de esta pandemia… Ten misericordia de nosotros”.
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