Recibo la invitación a escribir esta columna junto a la pregunta: “¿Cuáles son los retos de la Iglesia católica con el nuevo gobierno?” Y,  por supuesto, no existe una forma sencilla de atender la inquietud.

Quizá algunos esperen una respuesta enumerando temas específicos y coyunturales donde puedan coincidir o discrepar los liderazgos de ambas instituciones; quizá para otros, lo más fecundo sería reflexionar cómo el catolicismo contemporáneo comprende su identidad y responsabilidad ante los poderes temporales en esta nación.

En el primer caso, sin agotar las posibilidades, los principales retos no han cambiado mucho desde el último encuentro de los obispos con el presidente de la República en turno: legislaciones que salvaguarden la dignidad humana y familiar, la promoción de modelos de educación científica e integral donde el sustrato cultural real del país esté representado en lugar de ideologías de ocasión, la exigencia de atención a víctimas y seguridad ciudadana, el llamado al combate a todo tipo de corrupción y la demanda a una firme convicción para la erradicación de las pobrezas.

Cada uno de estos temas, en el fondo, exige a ambas instituciones su compromiso para procurar caminos de encuentro entre miles de comunidades habituadas a la confrontación, a la corrupción, la recriminación y al miedo; un mutuo reconocimiento de valores institucionales, cívicos y morales capaces de reconstruir tejido social en México; y, la difícil decisión de la renuncia voluntaria de los privilegios emanados de su propia autoridad.

Esto último es innegociable. Al menos si se comparten las palabras que el Papa Francisco ofreció en México ante la clase política en 2016: “La experiencia nos demuestra que, cada vez que buscamos el camino del privilegio o beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano, la vida en sociedad se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, la violencia e incluso el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo”.

En síntesis, el desafío central es optar por el diálogo. Pero no cualquier interlocución; porque si bien “elegir el diálogo significa evitar los dos extremos que son el monólogo y la guerra” -como apuntó el filósofo Tzvetan Todorov- sólo la práctica de un diálogo honesto y desarmado puede oponerse “al discurso de la seducción y de la sugestión”.

Ahora reflexionemos sobre el segundo escenario, que también es un reto para todos los miembros de la Iglesia católica contemporánea: ¿Cómo pensamos la identidad y responsabilidad del catolicismo actual ante los poderes temporales? ¿Qué estrategias para enfrentar los retos y desafíos que interpelan a la sociedad no sólo son eficientes desde la opción cristiana, sino que su implementación no traiciona la identidad y búsqueda de santidad del creyente católico? Es decir: ¿Cuál es el tipo de política que los miembros de la Iglesia deben ejercer hoy para responder a los clamores de la humanidad?

En sus conversaciones con el sociólogo Dominique Wolton, el Papa Francisco reconoce que, desde la identidad creyente, hacer política “es aceptar que existe una tensión que nosotros no podemos resolver”, que la resolución de conflictos viene de lo alto y nunca puede ser un vasallaje sino una oportunidad donde las dos partes dan lo mejor de sí mismas hacia un itinerario común.

“Hacer política -indica el Pontífice- es buscar esta tensión entre la unidad y las identidades propias… Quizás no lleguemos a una síntesis, porque eso siempre destruye algo”.

Ese es el principal reto ontológico de la Iglesia católica con los diferentes representantes de los poderes políticos en México: Desterrar la falsa certeza que mediante la masividad, la legitimidad o la superioridad moral se pueden transformar a voluntad los areópagos sociales; desechar las pobres tácticas de perversa convivencia y relación utilitaria que a la postre sólo se traducen en signos de connivencia y complicidad; y comprender que no sólo bajo las formalidades o protocolos son posibles los baluartes de la identidad, historia y tradición.

En conclusión, asumir el riesgo y la vulnerabilidad del diálogo franco, ofrecer una dedicada e incansable proximidad y encuentro, sin estrategias secretas; y, principalmente, tener la mirada puesta en el horizonte real y no en el firmamento de la ensoñación, pues ya lo apuntaba el genial Chateaubriand: “Incluso los años enteros resultan demasiado cortos para estudiar con honestidad las costumbres de los hombres”.

*Felipe de J. Monroy es escritor y periodista. Director de Siete24 Comunicaciones Operación Estratégica en Medios.

Este texto pertenece a nuestra sección de Opinión, y no necesariamente representa el punto de vista de Desde la fe

Felipe Monroy

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