Ante el inicio de un nuevo sexenio, comparto tres temas que preocupan a la Iglesia que peregrina en México porque han sido caldo de cultivo para la multiplicación de los problemas que nos aquejan, y que tienen al país postrado en la pobreza, la violencia y la falta de desarrollo; pero ante los cuales, la colaboración del gobierno, la sociedad civil, y las Iglesias puede convertirse en antídoto, siempre y cuando se logren concretar relaciones institucionales, propositivas y constructivas.
Desde 2010, los obispos mexicanos advirtieron claramente en su exhortación pastoral Que en Cristo nuestra paz, México tenga vida digna acerca de estos tres factores: debilitamiento del tejido social, crisis de legalidad y crisis de moralidad. En todos ellos, Iglesia y gobierno tienen hoy una responsabilidad ineludible e inaplazable.
Por una parte, en un país mayoritariamente católico, resulta escandaloso el relajamiento de las normas y principios que sostienen la convivencia y la unidad social. México tiene graves fracturas en sus relaciones básicas: en las familias, en el vecindario, en los ambientes laborales, en los gremios, en las instituciones, la cohesión social es frágil, y esto dificulta construir cimientos firmes para impulsar procesos prósperos de desarrollo. En este sentido, la Iglesia católica, a ejemplo de nuestro Señor Jesús, no tiene más opción que la de ser piedra angular en la reconstrucción del tejido social, a partir de la promoción de los valores evangélicos.
La crisis de legalidad, por otra parte, es un tema que debe preocuparnos a todos, pues los mexicanos –como escribieron los obispos en su exhortación– hemos convertido las leyes, tan necesarias para el ordenamiento de la convivencia social, en normas susceptibles de negociación, provocando no sólo una distorsión en la conciencia colectiva de una sociedad que exige respeto a sus derechos al tiempo que ignora sus deberes, sino también –y esto es más doloroso– dando pie a una corrupción generalizada, sobre la cual la sociedad ha cimentado un modo de vida que ha permeado todas las estructuras. Sin el respeto por las leyes y las instituciones –comenzado por la propia administración federal el futuro de México seguirá siendo endeble e incierto.
Y el tercer tema es la crisis de moralidad que sufre el país, un escollo social en el que lamentablemente, incluso la Iglesia en varias ocasiones, en lugar de ser ejemplo de honorabilidad, ha provocado un debilitamiento en la base religiosa del pueblo, con todas las consecuencias que esto conlleva. A ello, se suma la crisis moral por la que atraviesa gran parte de la clase política, que ha extraviado la consciencia, a tal grado de llamar “al mal bien y al bien mal, que tiene las tinieblas por luz y la luz por tinieblas”, como profetizaba Isaías.
Ante esta realidad, la Iglesia tiene uno de sus mayores retos: defender los principios morales, a fuerza de ser un real contrapeso de las estructuras de poder que, en aras de libertades sectoriales, atentan contra los derechos humanos universales de la dignidad humana, la vida y la familia, temas que demandan una defensa inteligente por parte de la sociedad civil y de la Iglesia, que debe pasar de la confrontación a las propuestas eficaces; de la descalificación a la construcción de puentes; de la argumentación al convencimiento; sembrando siempre esperanza con el testimonio del amor extremo que sólo se da en la entrega de la propia vida por los demás.
*Es el Arzobispo Primado de México, nombrado el 7 de diciembre de 2017. Fue Obispo de la Diócesis de Texcoco y de la Arquidiócesis de Tlalnepantla. También ha sido presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) y del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). El 19 de noviembre de 2016 fue creado Cardenal por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro. Es doctor en Teología Bíblica por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.
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