Han transcurrido 5 años desde aquel fatídico 19 de septiembre, día que, sobre la una de la tarde, parecía una jornada como cualquier otra. Viajaba yo en el autobús a la altura de Obrero Mundial, cuando sentí una fuerte sacudida: el camión se movía en forma trepidatoria por un movimiento telúrico que duraría minuto y medio. Aún en el transporte, recibí una llamada del diácono Mario, quien me informó que uno de los edificios del Multifamiliar Tlalpan se había derrumbado. Las cosas sucedieron así:
Al colapso del edificio, el diácono Mario vio salir una espesa nube de tierra del andador; escuchó el escape del gas y el grito de “cierren las válvulas”. El diácono Mario salió a la calle, vio salir de entre el polvo a una señora. Dio unos pasos más, pudo ver el edificio derrumbado, y tras el estruendo y los gritos, sintió que todo quedó en silencio por un momento, un instante invadido de tristeza y dolor.
Enseguida, las piezas de la tragedia se le fueron juntando rápidamente: el tráfico de Calzada de Tlalpan detenido por ambos sentidos; unos señores que pedían escaleras para el posible rescate de personas; otras removiendo escombros, y los lamentos de una madre que había salido a trabajar y volvía preguntando por sus hijos.
Cuando yo llegué al Multifamiliar Tlalpan, vi el edificio caído, vi todo el dolor, vi toda la angustia de la gente. Pero también vi la solidaridad y la caridad de las personas: muchos voluntarios apoyando el rescate, ayudando a personas a salir de entre los escombros y llevándolos a los puestos de socorro que se instalaron en la lateral del tren ligero.
Vi a muchos hermanos sacerdotes llegar para escuchar y dar consuelo a afectados, a familiares y amigos de quienes sacaban en bolsas blancas de entre los escombros al caer la tarde.
Pronto se hicieron presentes las autoridades civiles y me solicitaron los salones de la parroquia para albergar a los damnificados. Como no teníamos luz, llegaron 2 personas con 2 plantas generadoras, una de las cuales se llevó al edificio caído para iluminar las labores de rescate.
En el lugar trabajaban bomberos, militares, marinos, topos y cientos de voluntarios. En la madrugada del día 20, ante el riesgo de desplome de otro de los edificios, los vecinos fueron trasladados a la Escuela Fray Eusebio Quino. Y las instalaciones de la parroquia se convirtieron en centro de acopio y acogida a los rescatistas.
Han transcurrido 5 años, y a mi mente viene aquel salón parroquial convertido en un comedor comunitario, a donde llegaban damnificados, cuerpos de rescate y voluntarios. Porque ahí, donde abundaba la tristeza, sobreabundaba la ayuda y el alimento donado por instituciones y personas privadas, que, en coordinación con el diácono Mario, entregaban hasta 300 desayunos, comidas y cenas. ¡Jamás faltó la Providencia de Dios!
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