No lo vas a encontrar en la Biblia, porque Jesús no lo dijo: ‘los humanos son un desastre, vamos a desaparecer la tierra del universo’. ‘los humanos son un desastre, voy a pedir a Mi Padre que les mande otro diluvio’; ‘los humanos son un desastre, mejor me volteo para otro lado y hago como que no me entero.’
Quizá hubiera podido pensar la primera parte, porque ¡vaya que somos un desastre!, pero definitivamente no pensó la segunda, nunca consideró desaparecernos de un plumazo, ni hacerse de la vista gorda. ¿Qué fue lo que hizo? Lo comentamos la semana pasada, aceptó venir a salvarnos (ver Jn 3, 16).
Ello implicó, de entrada, renunciar a los privilegios de Su condición divina. Él que estaba por encima del tiempo, se sometió al tiempo, al desesperantemente lento transcurrir de segundos, minutos horas, días, meses, años. Él, que estaba fuera del espacio, asumió un cuerpo, con toda su fragilidad, su capacidad de sentir frío, hambre, sed, cansancio, dolor, pavor, tristeza. Él, siendo Rey del Universo, eligió nacer humilde y discretamente, ser envuelto en pañales y recostado en un pesebre. Él, que podía haber empezado Su ministerio de manera apantalladora, lo inició caminando entre pecadores que acudían a ser bautizados en el Jordán. Él, que podía haberse sentado en los escalones del Templo a enseñar a Sus alumnos, salió a buscarlos y recorrió incansablemente los caminos predicando, curando, enseñando. Siendo inocente, asumió padecer por nosotros, y no un dolor leve: sufrió al máximo, el dolor de verse alejado de Su Padre, el dolor de asumir nuestros pecados, el dolor de verse traicionado por un amigo y abandonado por todos, el dolor de ser flagelado, abofeteado, escupido, coronado de espinas, cargado con la cruz, y crucificado. Asumió nuestra muerte para que pudiéramos tener vida eterna, ¡eterna!, ¡quiere pasar con nosotros toda la eternidad!
Su amor por nosotros es total. Si fuéramos mil veces más gentes en el mundo, no nos amaría menos, y si sólo existiéramos tú y yo en todo el planeta, no nos amaría más. Nos ama todo lo que nos puede amar, sin reservarse nada.
En esta segunda Semana de Adviento, en que continuamos con nuestra reflexión sobre algunas características del amor de Dios, dediquemos un tiempo a considerar que Dios nos ama a plenitud. Y luego démonos cuenta del efecto que ello tiene en nosotros: Su amor nos hace plenos y nos vuelve plenamente capaces de amar.
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En la Segunda Lectura del domingo pasado, san Pablo pedía que Dios nos llenara e hiciera rebosar de Su amor (ver Tes 3, 12-4,2). Este domingo dice que su oración por nosotros es que nuestro “amor siga creciendo más y más”. (ver Flp 1, 4-6.8-11).
Nosotros, que solemos ser reservados, calculadores, medidos y mezquinos al amar; que amamos a cuentagotas, y con frecuencia queremos negociar poder dar a quien amamos sólo un cincuenta por ciento, esperando que la persona amada ponga el otro cincuenta por ciento, o peor aún, nos declaramos incapaces de amar, nos quedamos sin pretextos (‘¡no puedo dar más!’) cuando captamos que Dios nos ama de manera total, y que nos colma con Su amor para que podamos amar, con Él y como Él, al 100% a los demás.
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