Que te ignoren.
Que ni siquiera te volteen a ver.
Que tu presencia, que tu existencia pase desapercibida para los demás.
En éstas y parecidas respuestas coincidió mucha gente, de la más diversa condición, cuando se le pidió decir qué actitud de las personas a su alrededor era la que la hacía sentir peor.
Estudiantes que no son populares en su escuela; indigentes que piden limosna en la calle; ancianitos a los que sus familiares abandonaron en un cuarto de la casa al que nunca entran a verlos, o en un asilo al que no van a visitarlos, todos consideraron que es muy triste sentir que no contaban nada para quienes los rodeaban. Incluso empleados y parientes comentaron lo mucho que les lastimaba que en juntas de trabajo, o en reuniones familiares, los demás platicaran entre ellos sin voltear a verlos.
La gente tiene una tendencia natural a compartir lo que siente. Por ejemplo, cuando te formas para realizar un pago, no es raro que quien tienes delante se queje contigo de lo lento de la fila o de lo injusto del cobro, con tal de platicar y hacer menos tediosa la espera.
Si sucede algo gracioso, desconocidos se voltean a ver entre sí, riéndose. Por eso una persona a la que nadie le habla ni le comparte nada, sufre más, se siente excluida, aislada. Le duele sentirse invisible para los demás. Le pasa a mucha gente, y, tristemente, también le ocurre a Jesús.
Él está siempre presente en nuestra vida, pero, ¿qué tanto lo tomamos en cuenta a lo largo del día? Si ocurre algo que nos hace saltar de gusto, Él también se alegra con nosotros. ¿Le participamos nuestra alegría?, ¿se la agradecemos?
Si tenemos un problema que debemos resolver, ¿lo consultamos primero con Jesús, o lo ignoramos? Si nos sentimos tristes o solos, ¿buscamos en Él consuelo, compañía?
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Dice el Salmo que se proclama en Misa este domingo: “Tengo siempre presente al Señor, y con Él a mi lado, jamás tropezaré…”
Tener siempre presente al Señor, significa que Él está siempre con nosotros, pero también que nosotros hemos de ser conscientes de ello. Que no digamos como alguna vez dijo san Agustín, lamentándolo: “Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo”.
San Francisco de Sales recomendaba mantener siempre ‘la conciencia de la presencia del Señor’, es decir, que a lo largo de la jornada no dejemos de percibir ni un instante que Jesús está a nuestro lado, que nos acompaña, nos sostiene, nos fortalece, y o nos libra de las dificultades o nos da Su gracia para superarlas. Él es nuestro mejor compañero, el mejor confidente, el mejor consejero, el amigo más fiel. ¿Por qué nos olvidamos de Él?
Puede ser por distracción, pero la mayoría de las veces se debe a que nos incomoda que oiga lo que decimos o vea lo que hacemos, quisiéramos que mejor voltee para otra parte, se aleje tantito mientras pecamos. Pero ¡no podemos preferir el pecado a tener a Jesús a nuestro lado! Siendo tan amoroso y sensible como es, sufre cuando lo ignoramos. No lo entristezcamos, ni nos privemos de la felicidad de vivir tomados de Su mano y buscando en todo cumplir Su voluntad. Aprendamos a pedir, como el salmista: “sáciame de gozo en Tu presencia y de alegría perpetua junto a Ti”.
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