Nos equivocamos. Estamos al revés. Buscamos entretenimiento en Misa y respuestas en el mundo.
En el pasado, cuando las estadísticas -y la evidencia de las bancas vacías- mostraban que la asistencia a Misa estaba disminuyendo, hubo quienes pensaron: ‘es que la gente se aburre’, ‘es que ya no es relevante lo que les ofrecemos’, ‘tenemos que modernizarnos’, ‘hay que conseguir un buen conjunto musical’, ‘hay que pasarles videos, diapositivas’, ‘hay que disfrazar a algunos para que parezcan personajes del Evangelio’, ‘hay que usar títeres’, ‘hay que cortar o suprimir Lecturas’, ‘hay que contar chistes en las homilías’, y como éstas, muchas otras ideas, cada vez más desesperadas y descabelladas. Se pensó que había que ‘entretener’ a la gente, que se la atraería si se le ofrecía un ‘espectáculo’ de calidad.
Pero eso no funciona. Por dos razones, de menor a mayor importancia. La primera, porque por más que gastemos en luces y sonido jamás podremos competir con lo que ofrecen los profesionales de espectáculos que la gente está acostumbrada a ver allá afuera, y sobre todo, porque quien asiste a Misa no debe hacerlo buscando ser ‘entretenido’, sino entrar en una dimensión muy diferente a cualquier otra que el mundo pueda ofrecerle, a una dimensión sagrada, adentrarse en el misterio de Dios, penetrar en el ámbito de lo divino, de lo totalmente distinto a cualquier otra experiencia que pueda tener en su vida diaria. Quien asiste a Misa debe hacerlo buscando encontrarse con su Creador, con su Señor, con Aquel que le regaló la existencia y al que le debe todo; con Aquel que sabe todo lo que ha pensado, dicho, hecho y omitido, que conoce todos sus pecados, y aún así le ama, y está dispuesto a acogerle y perdonarle. Con Aquel que tiene mucho que decirle. Con Aquel al que podrá contemplar, adorar e incluso recibir como alimento de eternidad.
Se equivoca quien cree que hay que ‘entretener’ a quienes asisten a Misa, lo que hay que hacer es ayudarles a captar a dónde han venido y con Quién se están encontrando. Con el Único que puede darle sentido a su vida, a sus penas y a sus alegrías, el Único que puede responder a sus más hondos interrogantes: ¿quién soy?, ¿qué hago en este mundo?, ¿qué se espera de mí?, ¿cuál es el sentido de la vida, de qué se trata?, ¿hacia dónde voy?, ¿a dónde estás mis seres queridos fallecidos?, ¿qué será de mí cuando me muera?
A la gente no le hace falta que le pongan musiquita o le endulcen el oído, sino que le digan la verdad de su existencia y por favor a tiempo le recuerden que ésta no es para siempre, que en cualquier instante puede perderla y crea o no crea, se encontrará cara a cara con Dios y según cómo haya vivido, se quedará con Él o lo perderá para siempre.
Nos equivocamos cuando pretendemos que sea el mundo el que nos dé las respuestas. No las tiene. Sólo sabe mantenernos en la superficie, sin profundizar en nada; su solución es la evasión, el alcohol, la droga, el sexo, gastar, acumular, apantallar, experimentarlo todo sin límites ni trabas, en una aparente pero esclavizante ‘libertad’.
Dios nos ha dado una gran oportunidad para, como dicen en ajedrez, hacer un ‘enroque’ y cambiar de sitio las cosas, volverlas a su lugar.
Este tiempo de pandemia, en que no pudimos ni ir a la Misa ni a los centros de diversión, es decir, ni a lo trascendente ni a lo intrascendente, nos permite tomar distancia y reflexionar, cuestionar nuestras prioridades, preguntarnos qué buscamos, dónde, por qué y para qué.
En cuanto reabrieron los templos, regresaron de inmediato los fieles que saben muy bien lo que se estaban perdiendo y sentían un gran dolor: el encuentro personal, amoroso, consolador, con su Dios y Señor.
Ojalá pronto sigan sus pasos muchos que sepan reconocer que tienen una profunda sed en su alma y que sólo Dios puede saciarla; muchos que comprendan que en la Misa no encontrarán entretenimiento, pero sí respuestas.
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