Vivieron hace dos milenios. Los nombres e historias personales de la mayoría de ellos se han perdido. Sólo Dios los conoce. Pero su heroico testimonio no ha quedado en el olvido. La Iglesia nos invita a recordarlos este 30 de junio, para que aprovechemos su valiosísimo ejemplo e intercesión. Son “los primeros santos mártires de la Iglesia Romana”.
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¿Qué podemos nosotros, cristianos del siglo XXI, aprender de estos hombres y mujeres y qué podemos pedirles? ¿En qué pueden ayudarnos? Consideremos lo siguiente:
Una vez que alguien les dio presentó a Jesús, Él se volvió el centro de su vida, su razón de ser. Pusieron todo su empeño en conocerlo, a través de las predicaciones y de los escritos de los Apóstoles, textos que compartían y atesoraban.
Nosotros en cambio, tenemos a nuestro alcance la Biblia, y no sólo escrita sino en los más diversos medios, pero tal vez nos da flojera leerla o creemos que ya la conocemos.
Pidámosles a los mártires que rueguen por nosotros, para que sepamos aprovechar lo que ellos no tuvieron, y tengamos el propósito y la prioridad de abrir nuestro corazón para conocer y amar cada día más la Palabra de Dios.
En su tiempo faltaban siglos para que se publicaran documentos vaticanos, el magnífico Catecismo de la Iglesia Católica y todo lo que está a nuestro alcance para profundizar en nuestra fe, y sin embargo, hacían cuanto les era posible por formarse, acudían a la enseñanza, leían los textos y cartas de los Apóstoles y de los Padres de la Iglesia, tenían hambre de aprender. Nosotros en cambio nos conformamos con lo poco que aprendimos en el catecismo. Pidámosles a los mártires que rueguen por nosotros, para que no nos quedemos con un conocimiento superficial de nuestra fe, sino que, como ellos, nos empeñemos en conocerla y seamos capaces de explicarla y defenderla.
Daban culto a Dios a escondidas, en oscuros túneles y laberintos, de paredes de piedra y tierra, alumbrados apenas por la luz mortecina de una llama. Pero iban, buscando encontrarse personalmente con Jesús. Lo sabían realmente presente en la Eucaristía, en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, y ansiaban recibirlo. Sabían que si los descubrían los matarían, pero con tal de comulgar estaban dispuestos arriesgar e incluso a dar la vida.
Hoy hay iglesias y están abiertas, pero tristemente, muchos católicos prefieren quedarse en casa. Van al súper, al tianguis, al restaurante, pero no a Misa. Pidámosles a los mártires que rueguen por nosotros para que sepamos dar a las cosas su justa dimensión, y, con las debidas medidas, pero sin temor, acudamos deseosos al encuentro del Señor.
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Fueron despreciados, criticados, víctimas de burlas, discriminación, persecución y malos tratos. Se les privaba de sus derechos; se les despojaba de sus bienes; se les culpaba de todos los males. Fueron sujetos de campañas de odio y sometidos a terribles torturas: quemados vivos (usados como antorchas humanas para iluminar las calles), llevados a ser devorados por leones, cornados por toros, usados como blanco de flechas y pedradas. Sus perseguidores los llevaban al circo para que sus atroces sufrimientos sirvieran de diversión y los obligaran a negar su fe en Cristo, pero ellos resistieron, con la gracia de Dios, y prefirieron morir que negar a su Señor.
Nosotros en cambio, tenemos miedo de ser criticados, ‘buleados’, que nos vean ‘feo’ y nos tachen de ‘mochos’. Preferimos callar que evangelizar, y en un patético intento de ser aceptado nos declaramos ‘espirituales pero no religiosos’, ‘cristianos pero no fanáticos’. ¡Qué falta nos hace aprender de estos hombres y mujeres que no se anduvieron con medias tintas, que lo dieron todo, sin límites ni condiciones, por Jesús!
Necesitamos pedirles a estos hombres y mujeres que no dudaron en dar su vida por Cristo, que rueguen por nosotros, para que no seamos tibios ni miedosos; conozcamos nuestra fe, la asumamos y la vivamos con coherencia, amemos al Señor con todo el corazón, y tengamos muy claro que lo más grave no es perder la vida, sino la salvación.
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