Un escalador que debe subir una montaña altísima pero no lleva mochila con provisiones ni instrumentos que le permitan escalar con seguridad, ¿podrá alcanzar la cima?
Un buzo que quiere explorar las profundidades del océano, pero no lleva aletas ni traje térmico, visor o tanque de oxígeno, ¿hasta dónde podrá bajar y cuánto aguantará sin respirar?
Un piloto que decide hacer un viaje largo en su avioneta, pero no llena el tanque de gasolina, ¿podrá llegar a dónde va confiando en que tal vez podrá planear?
Si en todos estos casos y en cuantos se presentan en la vida cotidiana, no resulta nada prometedor intentar realizar un proyecto complicado sin contar con todo lo que se requiere para lograrlo, tampoco cuando se trata de emprender la gran aventura de unirse a otra persona en una relación de amor que se espera dure para siempre.
Y sin embargo hay quienes deciden hacerlo así, parejas que simplemente se van a vivir juntas (se ‘arrejuntan’ decía mi abuelita), o se casan sólo por el civil, tal vez pensando que conviene dejar la puerta abierta, para salir corriendo si las cosas no resultan. No consideran que por una puerta abierta también puede entrar un ladrón, o se colará un chiflón, que dificultará que en su casa haya verdadero calor de hogar.
Cada vez menos parejas se casan por la Iglesia. Algunas piensan que es un mero convencionalismo social, un rito pasado de moda, sólo un preámbulo a una fiesta, otras, las vueltas a casar, piensan, equivocadamente, que sólo pueden casarse por lo civil, siendo que podrían solicitar la revisión de su caso y muy probablemente obtener una declaración de nulidad de su primer matrimonio, para poder casarse por la Iglesia.
¿Vale la pena? ¡Claro que sí! Por una sola y poderosa razón: quienes se casan por la Iglesia, reciben, de manera especial, particular, abundante, la ayuda divina para salir adelante. ¿Cómo? A través de tres Sacramentos, es decir, de tres signos sensibles y eficaces del amor de Dios que intervendrá en sus vidas para bien:
Otorga a los esposos las virtudes y capacidades que necesitarán para superar el desgaste de la convivencia cotidiana y las dificultades que ésta pueda traer. No dependerán de sus solas frágiles fuerzas, contarán con una gracia sobrenatural que les ayudará a amarse mejor, comprenderse, tenerse paciencia, disfrutar su relación y perseverar en ella.
Claro, no es magia. Deberán cultivar dicha gracia llevando una vida cristiana: leyendo la Palabra de Dios, orando juntos, asistiendo a Misa, recordando que Jesús dijo: “Separados de Mí, no podéis hacer nada.” (Jn 15, 5).
Cuando alguno de los cónyuges caiga en pecado, sea grande o pequeño, tendrá el consuelo de poder ir a confesarlo, y recibir de Dios Su perdón y Su gracia para no volver a cometerlo. Acudir a la Reconciliación ayudará a los esposos a superar las faltas en las que suelan caer y que podrían afectar gravemente su relación.
Poder comulgar, recibir a Cristo realmente presente en la Eucaristía, fortalecerá a los esposos interiormente y les dará la gracia sobrenatural para amarse mutuamente como Él los ama, y para irradiarlo en su vida cotidiana: comunicando ese amor a sus hijos y a cuantos los rodeen, y ser así testigos Suyos en su comunidad.
La vida de pareja no es fácil. Cuando pasa el enamoramiento inicial, llegan los hijos, las responsabilidades, las rutinas, los problemas, tal vez las enfermedades, se hace difícil la convivencia, surgen las diferencias, los roces, la relación puede irse al traste. Para seguir con los ejemplos planteados al inicio, quien se casa por la Iglesia es como un escalador que recibe una mochila bien surtida con todo lo que requerirá para la escalada, un buzo al que le dan un equipo completo; un piloto que lleva más que suficiente combustible.
¿Garantiza eso que lograrán sus objetivos? Bueno, en este mundo no hay nada seguro, pero esas ayudas sin duda harán la gran diferencia, y por ello vale la pena obtenerlas y, sobre todo, aprovecharlas.
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