Estamos finalizando un mes en el que hemos visto y oído hablar, hasta el cansancio, de celebrar cierto ‘orgullo’.

Y muchos católicos se preguntan si, por así decirlo, pueden subirse a ese festivo carro al que tantos se han subido sin pensarlo dos veces.

Para saberlo, hay que tener en cuenta que los criterios de Dios suelen ir en sentido contrario a los del mundo. Y en lo que toca al orgullo, para que pueda ser digno de ser celebrado, ha de ser agradecido y humilde.

Quien siente orgullo por algo, debe reconocer que todo lo ha recibido de Dios, así que debe agradecérselo, y debe también reconocer que lo recibió sin merecerlo. Dice san Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?” (1Cor 4,7).

Cuando una persona de fe se siente orgullosa por algún logro, siempre debe volver la mirada, con gratitud y humildad, a Dios, que le regaló la vida y los dones y bendiciones que hicieron posible que lograra aquello de lo que se regocija. Sabe que todo se debe a Él.

En una carta san Pablo enumera aquello que a los ojos del mundo sería motivo para que se gloriara, y luego de la impresionante lista afirma que en lo único que se gloría es en su debilidad, pues en ésta se manifiesta la fuerza de Cristo (ver 2Cor 11, 16-12,10). Su único orgullo, si es que se le puede llamar así, es Cristo, y Cristo crucificado (ver Gal 6, 14).

Muy diferente es el orgullo de quien se gloría no sólo en ignorar a Dios, sino en oponerse a Su voluntad, y creer que puede erigirse a sí mismo en su propio dios. Ese orgullo la Biblia lo llama ‘soberbia’ y es uno de los pecados capitales, considerado incluso el peor de todos, porque engendra otros, y a quien lo comete lo lleva a la condenación eterna.

Es el pecado de Satanás, que se negó a servir a Dios y a amoldarse a Su voluntad.

Es el pecado de Adán y Eva, que desobedecieron a Dios comiendo el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, que les había prohibido comer. Quisieron sentirse dioses y tener el poder de decidir por sí mismos, prescindiendo de Dios, lo que estaba bien o mal.

Es el pecado de los que edificaban la torre de Babel pensando que por sí mismos alcanzarían el cielo.

Es el pecado al que se refería san Pablo cuando advirtió a los filipenses: “muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando.

La perdición los espera… se sienten muy orgullosos de cosas que deberían avergonzarlos. No piensan sino en las cosas de la tierra.” (Flp 3, 18-19).

Es un pecado muy grave contra el cual la Palabra de Dios nos advierte una y otra vez.

María afirma que “Dios dispersa a los soberbios” (Lc 1, 31).

San Pedro advierte que “Dios resiste a los soberbios y da Su gracia a los humildes” (1Pe 5,5)

Y Jesús, en el Evangelio pide que lo imitemos a Él que es “Humilde y Manso de corazón” (Mt 11, 29).

Así pues, a la pregunta que se plantea mucha gente de fe acerca de cómo reaccionar cuando es invitada a celebrar con ‘orgullo’ actos que en la Biblia merecen reprobación, cabe aconsejarles: Si quieres gloriarte de algo sin ofender a Dios, sigue la recomendación de san Pablo: “El que se gloría, que se gloríe en el Señor”  (2Cor 10,11).

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

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Alejandra Sosa

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.

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