“Ja ja ja, ¡me adivinaron el pensamiento!”
Fue lo que pensé al descubrir un asterisco al final de un texto bíblico que leía y ver la explicación que ofrecía. No pude menos que reírme pensando: ‘¡esto lo pusieron por mí!’
Estaba leyendo en el libro de los Números, el capítulo siete, que narra que los principales de las doce tribus de Israel presentaron ofrendas ante el altar de Dios.
De la primera ofrenda se describe al detalle cuanto contenía, desde objetos de plata hasta animales. La segunda ofrenda, presentada el segundo día, también es descrita, y resulta que era idéntica a la primera. La tercera ofrenda era como las anteriores.
Confieso que en este punto sospeché que probablemente las siguientes nueve ofrendas serían iguales, y pensé que francamente podía ahorrarme leer una y otra vez las mismas descripciones, así que vi por encimita lo de la cuarta, quinta, sexta y siguientes, hasta llegar a la décimo segunda, y comprobé que estaba en lo cierto, todas eran semejantes. Iba a saltármelas cuando topé con el asterisco, ese simbolito * que cuando viene en un versículo bíblico, indica que hay una explicación al pie de la página; sólo hay que buscarla abajo, con el mismo número del versículo en el que aparece. Así lo hice y lo que leí, primero me sorprendió (pues me ‘quedó el saco’), y después me conmovió, porque dice algo bellísimo acerca de Dios. Es por esto que te lo comparto.
Decía la nota que al lector moderno, el hecho de encontrar doce veces la misma detallada descripción de todo lo que contenía cada ofrenda, puede parecerle excesivamente repetitivo y hasta aburrido, y que seguramente se preguntará por qué el autor bíblico, en lugar de repetir doce veces lo mismo, no se limitó a comentar que todas las ofrendas eran iguales, y describir su contenido una sola vez y ya. La razón es que se nos quiere hacer notar que Dios, como Padre amoroso, considera que lo que cada uno de Sus hijos le ofrece, es único, es especial, y Él lo valora y atesora como si no hubiera, en todo el mundo, otro igual.
Durante doce días le presentaron ofrendas idénticas y nunca pidió a Moisés que les reclamara: ‘Dice Dios: ¿por qué todos le copiaron al primero?, ¡la próxima vez ofrezcan algo original!’. Tampoco sugirió que ya que todas eran iguales, las trajeran el mismo día, para acabar de una buena vez. Nada de eso ocurrió. Dios quiso recibir una por una, y prestarle Su misma amorosa atención a cada una.
Y así como fue entonces, es hoy contigo y conmigo.
Podemos tener la gozosa certeza de que Dios recibe con total atención y ternura lo que le ofrecemos, aunque sea insignificante o parecido a lo otros le ofrecen.
Estamos en Cuaresma, un tiempo en el que todos los católicos estamos llamados a practicar más la oración, la caridad, la abstinencia y el ayuno. Y podríamos caer en la tentación de desanimarnos pensando que como hay tanta gente haciendo lo mismo, Dios ni cuenta se va a dar de lo que hacemos nosotros, no va a notar nuestros pequeños sacrificios, lo poquito que logramos hacer por los demás. También podríamos sentirnos tentados a comparar nuestras prácticas cuaresmales con las de los demás y acomplejarnos pensando que las nuestras están medio ‘rascuaches’ y tal vez Dios ni las tomará en cuenta. ¡Pero no es así!
Dios tiene puesta Su mirada amorosa en ti. Tus intentos por agradarle, ¡ya le agradan!
Vivamos esta Cuaresma con nuevo ánimo, sabiendo que no somos parte de una masa anónima que realiza las mismas prácticas. A los ojos de Dios, lo que cada uno pueda ofrecerle tiene grandísimo valor, si es ofrecido con amor.
Él es como ese papá, que cuando su niño le hace un dibujito, no dice. ‘qué feo le quedó’, ni ‘ay, ya sus hermanos me regalaron dibujos, ¿para qué quiero otro?’, ni ‘ya me dio uno el otro día, ¿qué hago con éste?’ No lo hace bolita ni lo tira a la basura, sino escribe por detrás ‘me lo dio fulanito, en fecha tal’ y lo guarda en un sitio especial.
¿Que quieres ofrecerle a Dios? ¿Con qué vas a alegrar Su corazón paternal?
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