Qué bueno amar la propia Patria y celebrarla, como en México cada 15 de septiembre, pero qué terrible que pertenecer a una patria se tome como razón para odiar otras patrias, o a miembros de la propia patria por razones políticas, raciales, económicas, etc.
Duele el corazón ver que en todo el mundo hay guerras y violencia entre gentes de pueblos que siempre habían convivido en paz y como hermanos, y ahora se consideran enemigos y se pelean ferozmente. Por un supuesto amor a su patria intentan ampliarla arrasando territorios ajenos, o ‘limpiarla’ eliminando ‘indeseables’.
Si existiera un ‘odiómetro’, un aparato para medir el odio en el ambiente, descubriríamos preocupados que ha llegado a niveles alarmantes. Es una contaminación ambiental más dañina que la del humo, porque envenena el alma. Y no hay ‘verificentros’ que obliguen a la gente a comprobar y erradicar su nivel de odio, ni días de obligatorio ‘hoy no circula’ (‘hoy no circulan’ en redes sociales mensajes de ‘haters’; ‘hoy no circulan’ tanques de guerra ni drones con bombas, ‘hoy no circulan’ quienes atropellan inocentes).
Es preocupante el odio porque no tiene fácil cura. Hay que abrir el corazón a la gracia de Dios y permitirle recordarnos que no tenemos en este mundo nuestro hogar permanente, que estamos todos destinados a otra patria, la definitiva, en la que no tendrá cabida el odio, ni nadie que odie podrá entrar.
Dice san Pablo que somos “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2, 19), de Aquel que nos ama, y nos pide amar; de Aquel que siempre nos perdona, pero nos pide siempre perdonar.
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