Era el año 425, y el guerrero huno Atila, al frente de sus huestes, arrasaba violentamente todas las ciudades por donde pasaba. Decía el dicho que por donde Atila pisaba, no volvía a crecer la hierba.
Llegó el fatídico día en que este arrogante líder
, considerado azote de la humanidad, decidió enfilarse hacia Roma para conquistarla. Los habitantes se llenaron de temor y se prepararon para lo peor.
Pero entonces sucedió lo inesperado.

Cuando Atila y sus hombres estaban acampando a las afueras de Roma, en espera del momento propicio para atacarla, se abrieron los portones de la ciudad y lo que salió hacia ellos no fue un ejército, sino un hombre, solo, vestido de blanco, desarmado, que caminó a su encuentro.

Al principio fue grande el desconcierto de Atila que no supo qué hacer, pero luego movido no sólo por la curiosidad, sino seguramente también por el respeto que le despertó este valiente hombrecillo que se atrevía a venir así hacia él, se le acercó.

Se trataba del Papa san León Magno, que había decidido arriesgar su propia vida con tal de salvar a los habitantes de la ciudad.

Cuando ambos se encontraron cerca, san León Magno le dirigió estas palabras:
La gente de Roma, antes conquistadora del mundo, ahora se arrodilla, conquistada. Oh, Atila, no podrías tener mayor gloria que ver suplicantes a tus pies a estas gentes ante quienes todos los pueblos y reyes se postraban. Has dominado, Oh Atila, todas las tierras otorgadas a los romanos. Ahora te rogamos que tú, que has conquistado a otros, te conquistes a ti mismo. La gente ha sentido tu látigo. Que ahora sienta tu misericordia.

Dicen que conforme san León Magno hablaba, Atila vio que de pronto aparecían dos gigantes a cada lado del Papa, uno a su izquierda y otro a su derecha. Eran los Apóstoles san Pedro y san Pablo, que blandían espadas llameantes, mientras el Papa se arrodillaba humildemente. Entonces el aterrado Atila vio un ejército glorioso, diez mil veces mayor que el suyo, cuyas armaduras refulgían contra el cielo oscuro.

Estremecido, Atila pidió al Papa que se levantara, le prometió una tregua duradera, se retiró con sus legiones y Roma se salvó de ser arrasada.

Este Papa que en una situación desesperada y aparentemente imposible de resolver, se atrevió a confiar no en la violencia de las armas, sino en Dios, no quedó defraudado. Su gran fe es uno de los muchos atributos que le ganaron el título de Magno.

Nuestro Papa León XIV comparte con él su hondo anhelo por la paz y su voluntad de hacer todo lo que esté de su parte para que las naciones en guerra se encuentren, dialoguen, se reconcilien. Ha ofrecido la Santa Sede para ser mediadora en los conflictos. Oremos por él, para que sus esfuerzos, como los del primer Papa que llevó su nombre, den abundantes buenos frutos.

Alejandra Sosa

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.

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