Por dudar le han llovido las críticas a lo largo de los siglos, cuando en realidad tendría que haber recibido muestras de gratitud, pues su falta de fe nos ha servido, y mucho, para afianzar la nuestra.
Me refiero a santo Tomás Apóstol, a quien la Iglesia Católica celebra cada 3 de julio.
El Evangelio que se proclama en Misa ese día cuenta cómo cuando Jesús resucitó y se les apareció a Sus discípulos, no estaba Tomás entre ellos, y cuando le contaron que habían visto Vivo al Señor, no lo creyó y dijo: “si no veo en Sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en Su costado, no creeré.”(Jn 20, 25). Entonces, ocho días después, se les volvió a aparecer Jesús, Tomás estaba con ellos, y Jesús lo invitó a meter su mano en Su costado y a no dudar.
Hay un famoso cuadro, pintado por Caravaggio, que muestra el supuesto momento en que Tomás mete su dedo índice en el agujero del costado de Cristo. Está pintado con tal realismo que da ‘ñáñaras’, pero no creo que haya sucedido lo que está allí plasmado.
El Evangelio no dice que Tomás haya hecho otra cosa que exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”, una frase que expresa que le bastó verlo para reconocer que Jesús realmente había resucitado, lo cual probaba Su divinidad, por lo que Tomás expresaba que estaba dispuesto a servirlo como su Señor y a adorarlo como su Dios.
Que primero dudara que Jesús resucitó y luego comprobara que sí lo hizo, convierte a Tomás en testigo digno de crédito para que podamos tener la certeza en que el acontecimiento más impactante -y difícil de creer- de toda la historia, realmente sucedió: Cristo hizo lo imposible, lo impensable: ¡resucitó!, ¡derrotó la muerte! Lo prometió y lo cumplió.
El hecho extraordinario de la Resurrección es lo que anunciaban los Apóstoles cuando empezaron a predicar. Es el fundamento en el que se basa nuestra fe en Jesús. Si hubiera quedado muerto en el sepulcro, hubiera sido simplemente un predicador famoso, pero mentiroso o loco. Como dice san Pablo, si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe en Él sería en vano y seríamos los más infelices de los seres humanos (ver 1Cor 15, 12-20). Pero no fue así porque Cristo sí resucitó, y testimonios como el de santo Tomás dan fe de ello.
A la frase llena de fe de Tomás, respondió Jesús diciéndole: “Porque me has visto has creído. Dichosos lo que no han visto y han creído.” (Jn 20, 29). ¡Se refería a nosotros!
Es interesante considerar que esa frase, que seguramente el Apóstol pronuncio cayendo de rodillas ante Jesús, suele ser pronunciada, sea en silencio o en voz alta, por los asistentes a Misa quienes, también arrodillados, presencian otro hecho tan difícil de creer pero tan cierto como la Resurrección: la transubstanciación, es decir, ese instante en la consagración en el que, por la acción del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Con las mismas palabras con que santo Tomás reconoció a Jesús Resucitado, reconocemos a Jesús en la Eucaristía.
Y a nosotros aplican las palabras proféticas de Jesús: somos dichosos porque creemos aunque no lo vemos. Nuestros ojos contemplan lo que parece ser pan y vino, pero sabemos que después de consagrados ya no lo son más. Sólo conservan su aspecto, pero bajo éste se esconde Cristo (por eso cuando iban a Misa o a rezar ante el Santísimo, decían los pastorcitos de Fátima: ‘vamos a ver a Jesús escondido.’).
Agradezcámosle a este Apóstol su duda inicial y su posterior fe, porque gracias a ambas se refuerza nuestra certeza de que en la Iglesia Católica, y sólo aquí, continúa, en cada Eucaristía, Vivo y Presente, nuestro Señor y Dios, en el cual creemos, al cual amamos y recibimos, aunque no lo veamos.
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