Toma tiempo domar un caballo.
Al principio no deja que nadie se le acerque, relincha, resopla, da coces, brinca, se aleja.
Su dueño debe ganarse su confianza con mucha paciencia. Acercarse poco a poco. Quedarse largos ratos sin moverse, casi sin mirarle, para que el caballo no se sienta amenazado. Y cuando por fin ha logrado que le permita estar a su lado, acariciarlo, hablarle suavemente, disipar su miedo. Pasa tiempo antes de que éste acepte ser ensillado, y de que pueda ser montado, y ahí de nuevo hay otra etapa de rebeldía, de tratar de sacudirse al jinete, quien tiene que usar toda su pericia, su voz firme, a veces incluso el látigo para lograr dominarlo. Hasta que por fin el caballo cede. Se deja llevar, aprende a obedecer. Y llega un momento en que basta un ligerísimo tironcito de la rienda para que haga exactamente lo que quiere su amo. A partir de entonces ambos parecen uno. Trotan, galopan, saltan, en perfecta armonía. Y juntos pueden llegar lejos.
Algo similar nos sucede en nuestra relación con Dios.
Cuando no lo conocemos, somos como ese caballo asustado, desconfiado. No queremos acercárnosle ni que se nos acerque. Pero Dios nos tiene una paciencia infinita. Sabe esperar, irse aproximando de la manera más delicada, con cuidado para no espantarnos. Nos hace sentir su amor, gana nuestra confianza. Y muchas veces nos rebelamos, damos cabriolas, nos alejamos. Hasta que llega el día feliz en que comprendemos que andar por el mundo galopando como locos no nos hace felices, y aceptamos ponernos en manos de nuestro Amo, dejarnos conducir por Él.
Y al principio quizá necesita hablarnos fuerte o usar un poquito el fuete, pero conforme nos vamos volviendo más y más dóciles a Su mando, nos volvemos más y más sensibles para captar Su voluntad y cumplirla; hasta que no necesita más que un ligerísimo toque de la rienda y de inmediato comprendemos lo que quiere que hagamos, y lo hacemos.
La vida espiritual consiste en ir adquiriendo una docilidad como la de ese caballo. Ser cada vez más sensibles a las discretas indicaciones que Dios nos va dando (‘ahorita quiere que perdone esta ofensa’, ‘ahora me pide humildad para aceptar esta crítica’; ‘me está dando esta oportunidad para ayudar’), ir por la vida, día a día, dejándonos guiar suavemente por el Señor, dóciles a Su amor, obedeciéndole al instante, con prontitud y alegría, sin resistirnos ni desbocarnos.
Este domingo, en que celebramos la Epifanía del Señor, cuando dio a conocer Su Nacimiento a unos magos de Oriente (ver Mt 2, 1-12), tenemos un gran ejemplo de docilidad en estos sabios que al ver la estrella que Dios puso en su horizonte, supieron interpretarla y dejarse conducir por ella. Nosotros probablemente hubiéramos buscado, y encontrado, mil razones y pretextos para permanecer donde estábamos, pero ellos se dejaron mover. Captaron la señal de Dios y obedecieron, tanto a la ida como al regreso, cuando fueron advertidos por medio de un sueño, que debían volver a su tierra por otro camino, e hicieron caso. Su docilidad les permitió encontrarse personalmente con el Dios-con-nosotros. Pidamos al Niño Jesús la gracia de saber imitarlos.
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