¿Te ha pasado que tienes un cajón o mueble que sin saber ni cómo has ido llenando de cosas, y ya está a reventar, muy desordenado, y si buscas allí algo, no lo encuentras y piensas: ‘¡debo arreglarlo!’, pero lo dejas para después porque te da flojera, hasta que un día te hartas y dices. ‘¡basta!, ahorita lo hago!’, sacas todo el ‘mugrero’, tiras muchas cosas, encuentras otras que creías perdidas para siempre, desempolvas, acomodas todo y cuando acabas, miras qué bien quedó y sientes una enorme satisfacción de que esté limpio y ordenado, y no puedes evitar lamentarte: ‘¿por qué no lo arreglé antes?’
Algo así pasa con nuestra alma. Sin saber cómo, la vamos llenando de cosas, y llega un día en que urge que le demos una buena ‘limpiada’, para desechar lo que sobra y estorba, y rescatar lo bueno. ¿Cómo lograrlo? Con ayuda de la Confesión.
Instituida por Jesús (ve Jn 20, 22-23), quien dio a Sus apóstoles el poder de perdonar pecados en Su nombre (pero no el de adivinarlos, por lo que debían oírlos), la Confesión (también llamada Reconciliación o Penitencia) es un Sacramento, es decir signo eficaz de la misericordia divina. Es un regalazo de Dios, que nos permite gozar de cinco beneficios:
Cuando hiciste algo que te pesa en la conciencia y se lo cuentas a alguien, te arriesgas a que lo platique a otros. En cambio al desahogar tu alma con el confesor, tienes la certeza de que no lo contará. El secreto de Confesión es sagrado. Un ejemplo: en Australia quieren instituir una ley que obligue a confesores a revelar lo que les confiesen, y ellos dicen que no lo harán, aunque los encarcelen.
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Los confesores han oído de todo, no se espantan de nada, y su experiencia les permite aconsejarnos para superar lo que nos ha hecho caer. Cabe decir que si un día te toca un confesor que en lugar de aconsejarte te regañe, busca otro. Hay gente que dice: ‘me tocó un mal confesor, nunca vuelvo a confesarme’. Es un pretexto. Si te toca un mal doctor, no dejas de atender tu salud, buscas otro. Así también aquí. Pregunta quién es un buen confesor, y ve con él.
¡Esto es algo extraordinario! Dios permite a obispos y sacerdotes católicos ¡perdonar pecados en Su nombre! Los hermanos separados dicen que se disculpan ‘directo con Dios’, pero no pueden asegurar si los perdonó. Nosotros en cambio, cuando oímos las palabras de la absolución, podemos tener la certeza de que recibimos de Dios un verdadero borrón y cuenta nueva.
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Todo pecado nos hiere y hiere también a otros. En la Confesión recibimos una penitencia, no para castigarnos, sino para darnos oportunidad de reconstruirnos interiormente, de hacer algo para reparar, en la medida de lo posible, lo que nuestro pecado lastimó.
La Confesión nos imparte una gracia divina que nos ayuda a superar los pecados. Es un error pensar: ‘¿para qué me confieso, si voy a volver a caer?’ Cada nueva confesión va fortaleciéndonos más y más, hasta que llega un día en que ya no cometemos ese pecado, ¡Con ayuda de Dios lo hemos superado!
Para confesarte sólo necesitas cumplir 5 sencillos requisitos:
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