Santa Mónica y San Agustín nacieron en Tagaste (África), en la primera mitad del siglo IV. Fueron madre e hijo, y la Iglesia la celebra a ella el 27 de agosto y a él al día siguiente.
Como los santos nos ayudan con su ejemplo e intercesión, vale la pena preguntarnos ¿qué podemos aprender de estos dos grandes santos? En respuesta, cabe destacar al menos dos grandes lecciones que cada uno nos ha dado:
Esposa de un hombre violento y sin fe, y madre de un hijo déspota, caprichoso, libertino, egoísta y vanidoso, bien pronto aprendió que no era con razones ni sermones como lograría convertirlos. Como no podía hablarles a ellos de Dios, se dedicó a hablarle a Dios de ellos. Fue una mujer de intensa oración, que acompañaba con ayunos, sacrificios y lágrimas.
Es muy fácil caer en el desánimo cuando uno ora y ve que lo que uno pide no sólo no se cumple, sino que se pone peor. A Mónica le llegaban noticias cada vez más desalentadoras acerca de su hijo Agustín. Que si abandonó la escuela, que si se puso a vivir con una muchacha sin casarse, que si ingresó a tal secta, que si tuvo un hijo con su amante. Era como para decir: ‘ya ni modo, ya está perdido, de esto no lo recupera nadie’, pero no fue así. Lo que escuchaba sobre su hijo, la abrumaba, pero no la desesperaba, todo lo contrario, la fortalecía en su decisión de orar más, de nunca abandonar la oración.
Era sumamente inteligente, lo cual podía haber sido su perdición, si sólo le hubiera servido para lucirse e inflar su de por sí inflado ego. Pero su mente, además de brillante, era muy inquieta, tenía un impecable sentido de la lógica y estaba empeñada en encontrar la verdad. Eso hacía que penetrara a fondo en todas las ideas y filosofías, y que cuestionara todo lo que aprendía.
Agustín también perteneció a varias sectas paganas, siguió a varios famosos oradores, y todos tarde o temprano lo decepcionaron, a todos les encontró garrafales errores. Hasta que se topó con Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Dijo Jesús que quien lo sigue no camina en tinieblas (ver Jn 8, 12), y eso fue lo que le sucedió a san Agustín.
En un fragmento del bellísimo texto en el que habla de su conversión, recuerda: “Brillaste, y resplandeciste, y curaste mi ceguera”. Se hizo la luz en su cerebro, se topó con la Verdad, y, tal como lo dijo Jesús, la Verdad lo hizo libre (ver Jn 8,32). Abandonó su vida anterior y se hizo católico.
Hoy en día, hay quien recorre ese camino a la inversa. Estando en la Iglesia, la abandona por una espiritualidad oriental que le parece linda, por un templo en el que cantan bonito y le regalan café y donas. Pero no se pone a averiguar qué es en verdad lo que allí enseñan, si es lógico, coherente, si se sostiene. No pregunta quién la fundó, pues a diferencia de Jesús, que fundó la Iglesia Católica, todas las demás religiones o espiritualidades fueron inventadas por hombres, muchos de los cuales llevaban vidas inmorales. Preguntar, inquirir, cuestionar, ir al fondo como san Agustín, es camino seguro para encontrar la Verdad.
Agustín estaba tan metido en ciertos vicios que aún después de su conversión, todavía le pedía a Dios: ‘hazme casto, pero ¡todavía no!’. Pero tras leer Rom 13, 13-14 cambió radicalmente y comenzó a actuar de acuerdo a su fe y no conforme a sus instintos. Dejó a su amante, empezó a vivir en castidad, y se destacó también por su caridad. En poco tiempo alcanzó fama de santidad. Fue ordenado sacerdote y años después obispo. Pertenece al grupo de Padres de la Iglesia, hombres santos y sabios de los primeros siglos del cristianismo. Por su sabiduría y la riqueza de sus escritos, es uno de los Dotores de la Iglesia, y su influencia ha seguido dando extraordinarios buenos frutos a través de la historia.
Dios nos conceda aprender del ejemplo de estos dos grandes santos, y pedirles que intercedan siempre por nosotros.
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