En este breve espacio no ha sido necesario incluir una especie de biografía de Joseph Ratzinger. Él mismo ha escrito una autobiografía (Mi vida) que comprende desde 1927 hasta su nombramiento como arzobispo de Múnich y Frisinga en 1977. Deseamos, de manera somera, centrar nuestra mirada en uno de los conceptos -el de verdad- que consolidó la personalidad de nuestro querido Papa Emérito Benedicto XVI. La razón de ello es que continuamente señala que, de manera desafortunada y en algunos escenarios humanos, se está dispuesto a comprar el bienestar y el aplauso de la opinión dominante al precio de la verdad.
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“Colaborador de la verdad” fue su lema episcopal. Dicho lema representa, como él mismo apunta en su autobiografía, la continuidad entre su trabajo docente y su labor pastoral, pues, en último término, tanto en la docencia como en el magisterio y, en toda tarea de la Iglesia, se trata siempre de seguir la verdad, de ponerse a su servicio. En este sentido, el Papa emérito reclamaba con insistencia que un mundo al margen de Dios no puede ser el mejor de los mundos, así como el hombre al margen de la verdad no tiene la posibilidad de construir algo acorde con lo legítimamente humano. También ha hecho hincapié, de manera profética, en que no sólo nos deben preocupar las emergencias materiales, sino también y sobre todo, las emergencias morales, educativas y formativas, a menudo marginadas en aras de un parcial progreso humano. Sabemos que Benedicto XVI vivió en carne propia las consecuencias del deshumano deseo de construir el orden social con base en la mentira y de colocar el derecho bajo el dominio del poder. Éste, el poder, no debe ser la categoría que explique qué es el mundo y mucho menos que exponga qué es la Iglesia.
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Benedicto XVI nos ha enseñado el arte de vivir en medio de las adversidades y nos recuerda que sigue siendo actual el hecho de que, en el principio, las cosas no eran como las vivimos ahora; que no solamente existe el devenir, sino también lo invariable, lo permanente, lo duradero, lo eterno. Por eso, el calificativo más apropiado para definir la personalidad de Benedicto XVI, a decir de sus conocedores, es el de profesor. Tiene una claridad terminológica y conceptual que en pocas palabras puede expresar una profundidad sin igual. Evidentemente, la sencillez de sus expresiones no anula la seriedad de lo que enseña. Quien lo conoce, sabe que siempre se exige razonar lo que afirma, por eso sigue siendo uno de los teólogos más serios de nuestra época, de tal manera que “la inconfundible peculiaridad de su pensamiento…se ha mantenido de forma constante a través de las diferentes fases de su vida y de las variadas funciones que ha cumplido”.
Nos narra Ratzinger en Mi vida que el día 11 de febrero de 1957 supo que su tesis de habilitación había sido aceptada. Este hecho comprende, de manera simbólica desde luego, el inicio de su labor teológica y magisterial. Curiosamente un 11 de febrero, pero de 2013, hizo pública la decisión que había tomado respecto al ministerio petrino que ocho años atrás se le había confiado. Las fuerzas físicas de una vida dedicada a Dios se deterioraban, por lo que decidió renunciar a ser obispo de Roma. En su última audiencia, sobresalía un rótulo que decía: “La grandeza de un hombre, en la humildad de un Papa”. Esta es la síntesis de la vida de un hombre acorde con la voluntad de Dios; de un profeta que, con su aguda mirada respecto al hombre, al mundo y a la Iglesia, puede ser considerado Padre de la Iglesia contemporáneo.
Texto:
Pbro. Dr. Manuel Valeriano Antonio
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