AYER: La presencia de la persona más amada es fuente culminante de alegría. ¿Te imaginas el re-encuentro entre Jesús glorificado y María asunta a los cielos? Dice el texto del dogma de la Asunción de María: “Habiendo llegado al final de su vida terrena, la Virgen María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Tal proclamación no es una fotografía del momento histórico, sino una mínima reseña de la incomparable alegría del encuentro entre Jesús y María. Dios Uno y Trino y María -piedra preciosa, sin parangón, de nuestra humanidad- se dan cita perpetua en lugar incomparable: la misma gloria de Dios. Fue el 1º de noviembre de 1950 cuando el Papa Pío XII nos regaló tales palabras que encierran verdad interminable.
HOY: Tenemos por doquier -a todas horas- una invitación constante a la fiesta deslumbrante, al disfrute en tal restaurante o a la degustación de qué bebidas, a la vacación en paraísos soñados, a un júbilo ruidoso que termina por acabarse y/o fastidiar. Nunca como ahora hemos tenido -los hijos de Eva- tanta oportunidad de placer físico, de goce sensorial, de comodidades corporales. Pero seguimos con muchos vacíos en el corazón, no deja de dolernos el alma, seguimos “sufriendo y llorando en este valle de lágrimas”: a pesar de que maquillamos y disfrazamos el cuerpo, el alma se siente desnuda. Las “glorias” que hemos fabricado para el cuerpo no se parecen a la que recibió la Virgen María al llegar a lo más alto del cielo.
SIEMPRE: Nuestros cinco sentidos son herramienta inmediata para conocer y disfrutar nuestro entorno: tarea personal y básica es que los eduquemos y cuidemos para que el abuso no nos empalague y su descuido nos envilezca. Aprender a ver y mirar, a oír y escuchar, a sentir, oler y saborear -con orden y medida- nos capacitarán para llegar al cielo, es decir, para vivir -ya desde ahora- en la presencia y gloria del Creador. Dios nos dio este cuerpo -como a María- para que con él le glorifiquemos desde la cuna hasta la tumba, ¡y más allá!
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