AYER: El apóstol Pedro llegó a la capital del imperio en el afán de compartir la buena noticia, el Evangelio que él vivió en primera persona. En Roma se aglutinaban las ideas y modas que llegaban de todos los rincones del Mediterráneo y ahí confluían las grandezas y miserias de las cercanías y de los confines. Pedro llevaba un corazón misionero que se proyectaría en una comunidad de fe. Pedro también era -a ojos de cualquiera- un migrante más, un extraño más, un fulanito como tantos otros con ideas y costumbres que venía a hacer más variada la inmensa sopa que ya era la Urbe. Sin duda Pedro se repetía aquellas enseñanzas que escuchó de labios del Maestro: Ustedes son sal que ha de dar sabor, levadura que ha de fermentar toda la masa.
HOY: El esquema cosmopolita de la Roma Imperial, ciertamente se repite hoy en tantas grandes ciudades y en poblaciones que parecen insignificantes, pues lo que en otro tiempo se lograba con tremendo esfuerzo y tiempo prolongado, hoy lo tenemos al alcance de un botón, de una pantalla. Así como Pedro, también nosotros estamos en la propia ciudad como extranjeros, como en una constante migración cultural sin que haya necesidad de desplazarnos físicamente. También como Pedro y los primeros cristianos, estamos llamados a vivir nuestra fe en una comunidad que tenga como centro la experiencia personal del Evangelio, del contacto con Jesús que no se reduzca a una idea, a una doctrina, a un concepto de moda. ¿Acaso hemos dejado aparte la enseñanza de Jesús y nos hemos acostumbrado a ser sopa cuando debemos ser sal? ¿Acaso no pasamos de ser masa cuando Jesús nos llamó a ser levadura?
SIEMPRE: Todos los imperios van pasando y atrás se queda la gloria y majestuosidad que un día alcanzaron. Sus éxitos económicos, políticos, culturales, tecnológicos, antes o después van siendo desplazados por nuevos que no siempre son mejores, que también esconden sus debilidades. Los imperios actuales tampoco se cansan de presumir supuestas superioridades hasta el delirio de creerse definitivos y perpetuos. Reviso y repaso preguntándome cómo es que el Evangelio de Jesús ha trascendido naciones y poderíos humanos, incluso cuando la Iglesia misma parecía más un imperio que una comunidad de discípulos. No me conformo con una fácil respuesta superficial que raye en un providencialismo barato que diga “es que Dios así lo quiso”. Más bien constato que la fe vivida en una comunidad concreta, es lo que nos devuelve la identidad querida por Jesús: ser sal y levadura para dar sabor y consistencia a nuestro mundo.
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