AYER: Uno de los primeros en perseguir a los cristianos fue Saulo de Tarso. En su cabeza y su corazón ciertamente se mezclaron la ignorancia y el celo mal encauzado, junto con una inseguridad que le llevó
a cierta prisa por aniquilar esas “novedades” dañinas. Buscó autorización escrita para defender sus convicciones y proceder con legitimidad. Larga y diversa es la lista de los perseguidores a lo largo de los siglos, y tal parece que las razones se repiten y se añaden otras, como la ambición material, el interés político, ¡y hasta la sospecha de supuestas conjuras escondidas y terribles! Pero la Iglesia siempre ha dado la cara ¡y la sangre! hasta el martirio.
HOY: Lo mismo en Nicaragua que en Irán, abierta o veladamente, ya desde foros públicos o clandestinamente, se sigue persiguiendo a quienes creemos en Cristo pues las consecuencias del Evangelio les estorban. Me parece que incluso llegamos al extremo de cierta “persecución” al interno de la Iglesia cuando descalificamos la enseñanza o la figura del Papa, o cuando unos laicos rechazan la tarea de otros por envidia o desconfianza, o cuando entre la misma jerarquía descuidamos la unidad
y el diálogo. En todo acto de persecución sigue latente una inseguridad y celo escondidos y no bien manejados.
SIEMPRE: Podemos estar ciertos que la Iglesia siempre sufrirá persecución aunque no se derrame sangre con toda evidencia. Y no sólo quienes creemos en Cristo, sino toda persona que en verdad busque la paz
y la justicia, la verdad y el orden, la libertad y la promoción humana, causarán incomodidad a gobiernos que tienden a ser dictatoriales, a grupos que les fascina la criminalidad, a ideologías que en su parcialidad se van haciendo perniciosas, a instituciones con intereses económicos que más bien monstruosos.
Siempre necesitaremos de otros “saulos” que encontrándose con Jesús de Nazaret se conviertan en “pablos” y lleguen a afirmar: para mí, la vida es Cristo, y la muerte –por Él- una ganancia.
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