AYER: La narración del diluvio universal siempre ha impresionado a nuestra mente infantil. Los detalles del arca y cada pareja de animales, los cuarenta días de lluvia, la paloma que vuelve con una rama de olivo, el arco-iris en el cielo como sello de la promesa de Dios, todo apunta hacia un cambio profundo originado por el comportamiento de la humanidad y la decisión divina para “empezar de nuevo”.
HOY: Las noticias cotidianas sobre los efectos del cambio climático nos cuestionan seriamente y parece que seguimos renuentes a tomar medidas profundas y eficaces. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al ruido mediático y difícilmente cambiamos nuestros modelos de consumo. Como si Noé no tomara en cuenta a Dios o como si Noé mismo tuviera soluciones mejores gracias a su acervo tecnológico y a su capacidad de adaptación. Tal vez nos hemos llenado de una soberbia más sutil, como cuando quisimos erigir la torre de Babel o cuando zarpó el insumergible Titanic, como cuando manipulamos partículas subatómicas o la misma genética humana.
SIEMPRE: Nuestra condición de creaturas es un dato mayor que jamás cambiará. No somos dueños del mundo. Me parece que las medidas a tomar ante el ritmo alocado que le hemos impuesto del planeta deben volver a ponernos bajo la tutela amorosa del Creador, y esto no significa que nos pongamos a rezar y nos sentemos a esperar la lluvia, o que una bendición del Papa sea suficiente para que cesen las inundaciones. Ojalá entendamos que Dios mismo nos ha puesto como colaboradores especiales de su providencia amorosa, de modo que planes y proyectos vayan más allá de conveniencias locales o soluciones a corto plazo. No caigamos en la tentación de proyectar otra Babel o de construir un arca a nuestro tamañito sin la dirección divina. El futuro es con Dios y el auténtico bien común debe ser mundial.
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