AYER: El señor cura de aquel pueblo no imaginó las consecuencias de su atrevimiento. Y la turba que lo siguió ciertamente tampoco conocía el fondo y el final de aquella insurrección. Se fue construyendo una historia con retazos y restos de una situación social, económica, política y hasta religiosa que se tornaba más incierta. Quien fue pastor de almas por vocación, ahora se convertía en caudillo casi empujado por el sufrimiento y la necesidad del pueblo. No creo que el corazón de aquel hombre –Miguel Hidalgo- haya estado marcado por mera ambición de dineros o de poder. Es opinión común que no se aventuró a tomar la capital de la Nueva España para evitar una masacre y rapiña insospechadas. Menos de un año duró la gesta del así llamado “Padre de la Patria”.
HOY: La presencia y acción de numerosos clérigos a lo largo y ancho del territorio nacional no se acaba en rociar agua bendita o dar consejo a penitentes. El móvil de su servicio y cercanía al pueblo –sobre todo a los que más sufren- sigue siendo una vocación capaz de alcanzar el heroísmo. Y si algunos pocos son los que aparecen en actos públicos favoreciendo la paz y el bien común (como en Tlatelolco hace algunos días), o para favorecer treguas necesarias ante la ausencia o ineptitud del Estado, notemos que son muchos más los que siguen aliviando tensiones no visibles –incuso políticas-, suavizando conflictos sociales, fomentado respeto y concordia allá en la montaña, en la costa, en el barrio, entre campesinos, entre víctimas de todo tipo. Es un trabajo que no empezó hace unos meses. Y será de larga duración.
SIEMPRE: La Iglesia es servidora de Cristo, y de él sigue aprendiendo a tender la mano a quien más sufre. Por eso el heroísmo en la Iglesia no radica en meros parámetros sociales o políticos, ni en éxitos que caducan en breve tiempo. Su tarea no acaba en transformaciones dictadas a capricho sino en seguir construyendo el reino de Dios, que se concreta en justicia y paz, en colaboración y unidad, en trabajo inacabable y en servicio permanente. Y así como la jerarquía realiza su labor como cabeza, el laicado también hace su parte como cuerpo constituido por muchos miembros. La misión de la Iglesia no apunta a la insurrección y la lucha, sino a la Resurrección y la paz.
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