Durante los cuatro domingos de Adviento, cuatro semanas, nos preparamos para celebrar la Navidad con una alegría auténtica, fruto de la felicidad que Dios nos da con su gracia.
El Adviento se caracteriza por ser el tiempo de la alegre esperanza.
“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica.
Isaías y Juan Bautista son los Profetas de la esperanza, por eso son elemento indispensable de nuestro Adviento.
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Isaías habla al pueblo escogido de la venida de Jesús y pinta para aquel pueblo que sufría en su debilidad, un cuadro paradisíaco de la paz mesiánica. El renuevo del tronco de Jesé (Primera lectura, Is 11, 1-10) es Jesús. Jesé es el padre del rey David; Jesús es descendiente de David. Él apacentará al lobo y al cordero, a la pantera y al cabrito, al león y al novillo, a la vaca y a la osa que habitarán juntos en santa paz.
En tanto, Juan Bautista anuncia la realización de las profecías sobre el Mesías. Él ve cristalizada la espera de tantos siglos y tiene la dicha de poder decir “He aquí al Cordero de Dios”. Es el último profeta del Antiguo Testamento y el primero del Nuevo.
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En la plenitud de los tiempos, cuando la Palabra de Dios, el Hijo del Padre, se hizo humano como nosotros y recibió el nombre santo de Jesús, “Dios salva”, hace su aparición Juan el Bautista.
Los pintores se han recreado en su extraña figura: un hombre del desierto, hermoso como Jesús, con sus vestiduras y su modo de vivir extraños, con una voz que clamaba, gritaba, con la autoridad del mismo Espíritu de Isaías y de los demás profetas. Era el Bautista; es decir “el que sumergía en el agua”.
El baño ritual de purificación previo a las grandes fiestas y a la celebración del día del Señor, era algo familiar para los oyentes de Juan. Y él necesitaba un signo práctico que afirmara el proceso de conversión de aquellos que aceptaban su invitación, su mandato, a la conversión movidos por la cercanía del Reino.
El baño en el río Jordán era la expresión del deseo de renunciar a una vida pasada y de iniciar una nueva vida, digna del Reino que ya estaba allí.
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Nosotros también hemos sido bautizados. Fuimos perdonados de nuestra enemistad heredada con Dios y renacimos, con Jesús resucitado, a una nueva vida, a la vida verdadera, a la que sí vale la pena.
¡Pero no somos conscientes! Nosotros no pedimos el bautismo, nos lo dieron siendo niños respetando la fe de nuestros padres que lo pedían, con todo derecho, comprometiéndose a educarnos en su propia fe.
Pero nos falta la fe viva, explosiva, de los conversos salidos del pecado y llamados a la gracia, que no acaban de comprender por qué a ellos los ha llamado Jesús a una vida nueva que ellos no merecieron.
Nos falta el fuego del enamoramiento divino, y vamos por allí, por esta vida, tristemente acostumbrados al amor de Dios, tan nuestro, que ya casi ni lo notamos.
El Adviento nos sacude. Nos hace ver que si no nos convertimos, si no vamos iluminando nuestra vida, no habrá un verdadero nacimiento de Jesús, ni una presencia del reino en nuestra vida.
El Adviento hay que vivirlo en serio; como un tiempo de anuncio y de llamado que exige de nosotros una respuesta de oración humilde y de misericordia real y práctica.
¡Ya viene el Mesías! Preparémosle el camino.
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