“Espíritu Santo” es el nombre propio de Aquel que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. En efecto, lo confesamos en el Credo como el “Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo; que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.
Sobre Él, una advertencia desconcertante de Jesús, que el papa Juan Pablo II bautiza como: “Las palabras del no-perdón».
Derivan de un pecado excepcional que es llamado la «blasfemia contra el Espíritu Santo». De este modo se indican en su triple redacción. Veamos:
Mateo: «Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro».
Marcos: «Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que estas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno».
Lucas: «A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará».
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable?Señala santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado «irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos gracias a los cuales se da la remisión de los pecados».
Partiendo de esa enseñanza, el papa Juan Pablo II brinda una amplia explicación en su carta encíclica Dominum et Vivificantem sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo, la cual fue publicada el 18 de mayo de 1986.
En primer lugar, indica que la «blasfemia» no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo. Consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz.
Abunda el Papa que si el hombre rechaza aquel «convencer sobre el pecado» que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la «venida» del Paráclito que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo.
En efecto, “un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las «obras muertas», o sea en el pecado.
Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia”.
El problema central radica en que no existe un deseo de convertirse. En efecto, se insiste en la libertad de seguir pecando; pero, además, no se encuentra necesario ese perdón en la vida misma. Es un rechazo absoluto al perdón y la misericordia divinas.
Agrega Juan Pablo II que si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «no-remisión» está unida, como causa suya, a la «no-penitencia»; es decir, al rechazo radical del convertirse.
Detalla el pontífice que “la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido «derecho de perseverar en el mal» —en cualquier pecado— y rechaza así la Redención el hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y un perdón que, de hecho, “considera no esencial o sin importancia para su vida”.
Advierte el Papa que esta es una condición de “ruina espiritual”, pues la blasfemia contra el Espíritu Santo “no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados”.
Por ello, ante la pérdida de la conciencia de Dios, la Iglesia “no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo”.
“La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito”, cuando viene para «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».
En este marco, la Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios «hasta el desprecio de Dios», sino que, por el contrario, “se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida”.
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