El primer jueves después de Pentecostés, celebramos la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, en la que se recuerda la obra sacerdotal de Cristo, su Misterio Pascual en favor de los hombres, realizado una vez y para siempre.
Antes de Jesús, en el Antiguo Testamento, el pueblo hebreo tenía un sacerdocio válido, elegido por Dios, para ofrecer sacrificios a Él por los pecados de los hombres, y entre ellos, los pecados de los mismos sacerdotes.
Jesús fue elegido por Dios para ser el único y sumo sacerdote que no ofrece el sacrificio por sí mismo, pues Él en todo se parece a nosotros los humanos, menos en el pecado, sino que lo ofrece una sola vez por todos los hombres de todos los tiempos. Eso es lo que celebramos hoy.
En el sacerdocio de Jesús encuentra su plenitud todo sacerdocio humano, aún el de los paganos, que ofrece sacrificios insuficientes para conseguir el perdón de los pecados.
En el sacrificio único de Jesús en la cruz, realizado por amor a los hombres, encuentra plenitud todo intento humano por conseguir el perdón de los pecados, porque es el sacrificio eficaz, puro y santo, agradable a Dios, por ello celebramos la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
El agrado de Dios no es por la muerte de su Hijo, sino por el amor sacrificado de su Hijo. En Él y por Él nos da la salvación.
En la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, también recordamos que por el Bautismo somos incorporados al Cuerpo de Cristo y con Él constituimos un pueblo sacerdotal, profético y real.
Cuando celebramos la Santa Misa, es Cristo quien la celebra, y nosotros con Él seguimos ofreciendo al Padre el sacrificio único por los pecados de los hombres.
La Misa es el memorial de la muerte y resurrección de Jesús. El pueblo de Dios, todo, es el que ofrece al Padre el santo sacrificio cada vez que se celebra una Misa en cualquier rincón del mundo.
Cuando Jesús instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y resurrección, instituyó también el Orden Sacerdotal para poder celebrar la Eucaristía en memoria suya.
Por la imposición de las manos los sacerdotes presbíteros y obispos reciben ese ministerio como una especial participación en el sacerdocio único de Cristo, que los hace presidir a la asamblea litúrgica “en la persona de Cristo”.
El pueblo sacerdotal, con su sacerdocio real, presidido por el sacerdote ministro en el nombre de Cristo, ofrece al Padre el sacrificio único de Jesús en la cruz. Sigue siendo Jesús el que celebra y nosotros con Él.
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“Este es el sacramento de nuestra fe”, dice el sacerdote después de la consagración. “Anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección, ven Señor, Jesús”, contesta la asamblea del pueblo de Dios.
Eso es la Misa, nuestra Misa, celebrada con esa misma fe domingo a domingo y día a día en nuestra parroquia, la Iglesia presente entre las casas de los hombres. Cada vez que asistimos a Misa, nos unimos a Cristo y a la Iglesia en el acto de culto más perfecto que puede haber.
La Misa es hacer presente nuestra salvación en nuestro aquí y en nuestro ahora. Por eso la Misa es el centro de nuestra vida cristiana y la expresión más plena de nuestro ser Iglesia.
Por algo la Iglesia nos pide a los católicos, en realidad nos manda, el asistir todos los domingos a la Santa Misa, como para involucrarnos como actores en ese maravilloso drama de la redención del mundo.
La asistencia a Misa en familia es parte de una sana tradición que no podemos dejar perder, y toca a los padres de familia, mientras sus hijos son todavía niños, ayudarles a vivir la Misa como algo vivo y no tan sólo como un acontecimiento o una celebración social.
No asistamos a “oír” Misa, participemos activamente en ella y pidamos a nuestros sacerdotes que la celebren siempre con la dignidad que merece el sacrificio santo de Cristo, de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
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