El cuarto mandamiento de la ley de Dios, dice: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Ordinariamente se piensa que esta ley divina consiste en respetar a papá y a mamá, a darles el honor debido, a no ofenderlos, a todas esas cosas que forman parte de las relaciones humanas, y más cuando son tan estrechas como en la familia, y es correcto.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que este mandamiento también regula la relación de los padres con sus hijos; es decir, el honor y respeto debido a los padres también deben guardarlos ellos a sus hijos y también entre hermanos.
Los más versados en la interpretación de la Sagrada Escritura nos dicen que la adecuada interpretación de la honra a los padres tiene relación con lo enseñado en los tres mandamientos precedentes y los seis posteriores, es decir, que honrar a los padres consiste en vivir de acuerdo a aquello que nos han enseñado, de aquello que recibimos de su experiencia humana y de fe.
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¿Qué es lo que aprendimos de nuestros padres? La Sagrada Escritura supone que los padres son temerosos de Dios, es decir, que lo aman sobre todas las cosas, que respetan su santo nombre y que santifican las fiestas y, como consecuencia de ello, no matan, no fornican, no roban, no mienten, no consienten deseos impuros ni desean los bienes ajenos; es decir, los padres transmiten a su hijos el amor a Dios como ley fundamental de la vida y el amor al prójimo como a uno mismo.
Honrar a los padres significa entonces que, en la medida en que vivimos de acuerdo a lo que ellos nos transmitieron como principios de vida, nosotros como hijos los atesoramos y los ponemos en práctica en nuestra propia vida y los transmitimos sucesivamente a las nuevas generaciones.
Tal vez esas expresiones tan propias de nuestro pueblo, interpretan muy bien lo que dice el cuarto mandamiento de la ley de Dios: “Ser hijo de familia”, lo que significa que se proviene de una familia con todo lo que esto conlleva: que te ha acogido con amor, que te ha provisto de todo lo necesario, especialmente de una educación cristiana, que te hace un hombre de bien.
En efecto, cada uno es orgullo de sus padres, honra de ellos, cuando somos hombres y mujeres de bien, con principios y convicciones que nos hacen personas íntegras y útiles a la sociedad. A esto hay que agregar algo todavía mayor: nuestros padres al llevarnos a bautizar, van con una convicción, la de que seamos discípulos de Cristo como son ellos.
Y ante Dios, y por encima del orden natural, nuestros padres se convierten en nuestros hermanos mayores que asumen la tarea de introducirnos gradualmente en la comunidad eclesial, de esta manera, se constituyen en instrumento de Dios para llegar a Él y amarlo con todo nuestro corazón. Dicho lo anterior, nos queda centrarnos en la altísima tarea que tienen nuestros padres ante Dios y ante nosotros como hijos:
1. Fundan el lugar y ambiente propicios para que una persona crezca integralmente: el Matrimonio.
2. Lo envuelven en el amor y la fidelidad a semejanza del amor divino: Matrimonio como sacramento.
3. Se abren con generosidad a la creación de Dios y con Él se hacen “procreadores” de la vida humana que por su fecundidad la continua.
4. Acogen con amor a los hijos y los llevan a renacer a la vida nueva por las aguas bautismales.
5. Viven su vida de cada día testimoniando la fe y los más altos valores humanos.
6. Trabajan, cada uno en su condición y según las necesidades, en proveer a sus hijos los bienes materiales que necesitan para su crecimiento: casa, vestido, sustento, recreación, formación escolar, etcétera.
7. Creciendo con sus hijos, van discerniendo el futuro y las opciones de vida, y los padres van aprendiendo a ser padres en cada momento de las etapas de crecimiento para acompañar a sus hijos en este proceso.
8. En un momento de la vida, los hijos emprenden el camino de su propia opción y los padres, sin dejar de ser padres, transforman su paternidad en un acompañamiento en la madurez de la vida.
9. Si la Providencia lo permite, acompañan a la segunda generación, los nietos, donde los padres-abuelos, recopilando las experiencias de la vida y su madurez cristiana, transmiten de una forma nueva aquello que un día dieron a sus hijos y, sin sustituirlos, ahora transmiten a sus nietos.
¿Por qué una oración, como la de santa Mónica, madre de san Agustín, y como ella la de muchas madres y padres cristianos, es escuchada por Dios sin vacilación y prontitud?
Dios sabe la gran misión que ha confiado a las débiles fuerzas de aquellos a los que llama a la paternidad y a la maternidad, Dios es su compañero en esta tarea que es, en el fondo, presencia suya real y verdadera para con los hijos, por eso Dios es el aliado primero de los matrimonios y de los padres y madres, porque no podrían realizar tan importante tarea sin la ayuda de la gracia.
Los padres son hijos de Adán y Eva, es decir, están debilitados por el pecado, muchas veces sus propias experiencias de vida están marcadas por fracasos, por equivocaciones, por errores, por el pecado, y si a esto le sumamos que no existe la universidad para graduarse en padres y madres de familia, pues, con todo y la buena voluntad que tienen los esposos para asumir la paternidad, su buena disposición y sus buenos deseos no les alcanzan y, más bien, cometen muchos errores para con sus hijos.
Es por ello que el Señor, que nunca nos confía algo que esté por encima de nuestras fuerzas y posibilidades, acompaña a los padres en su vocación, y cuando ellos vuelven su mirada al Padre de todos con fe y confianza, concede sus gracias y bendiciones para los hijos amados.
Finalmente, los padres, con todo y sus debilidades humanas, siempre buscarán el bien de sus hijos y no dudarán en darlo todo por ellos, así que la oración de un padre o una madre siempre estará aderezada por la ternura, el cariño, la comprensión, la compasión, la esperanza y la fe suficiente y todo esto esto la hará honesta y verdadera ante Dios.
Queridos papacitos y mamacitas: no duden en orar, siempre y sin desfallecer, por sus hijos, Dios siempre los escuchará, sino, pregúntenle a santa Mónica, a santa Rita de Casia, a santa Juana de Chantal, a la beata Concepción Cabrera y etc., etc., etc. Dios siempre los escuchará. Siempre.
*El P. José Alberto Medel es especialista en liturgia en la Diócesis de Xochimilco.
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