En este tiempo de Cuaresma es necesaria una autoevaluación para sanar heridas. Foto: Especial
¿Por qué perdonar o perdonarnos puede ser todo un reto? No es únicamente una decisión consciente, sino un proceso que penetra en lo más profundo de nuestras emociones y de nuestra historia personal. El peso de las heridas no sanadas, el temor a que la ofensa se repita, el orgullo que busca justicia inmediata o la dificultad para aceptar nuestra propia fragilidad son barreras que dificultan este camino.
“El perdón desde la perspectiva cristiana, no consiste simplemente en ‘dejar pasar’ una ofensa ni en borrar el recuerdo de lo sucedido”, comenta María Guadalupe Aguilar, laica consagrada de la Orden de las Misioneras Eucarísticas; más bien, se convierte en un un proceso profundo de reconciliación interior que devuelve la paz al corazón y abre el camino hacia la libertad.
“El perdón es alcanzar una reconciliación en el interior de la persona, cuando hay un dolor o una herida causada por una situación o alguien en particular”, explica, desde su experiencia en el acompañamiento y asistencia a personas enfermas.
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Aunque a menudo se confunde el perdón con el olvido, la realidad es mucho más profunda y enriquecedora. A decir de la hermana María Guadalupe, “olvidar puede darse solo a nivel superficial, mientras que perdonar implica un acto que va directamente al fondo del corazón: un proceso de reconciliación interior”.
Olvidar una ofensa no significa que el daño desaparezca ni que deje de afectar al corazón. El perdón verdadero, en cambio, es un ejercicio de liberación. La hermana comenta que este proceso comienza cuando se reconoce el dolor, se acepta la realidad y se toma la decisión de sanar; “en ese momento, se abre el espacio a la paz interior”, afirma.
En la Biblia también podemos encontrar versículos que abordan la diferencia entre recordar y perdonar, por ejemplo, en Miqueas 7,18 podemos leer “¿Qué Dios hay como tú, que perdona la maldad y pasa por alto el delito del resto de su heredad? No guardarás tu enojo para siempre, porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros; pisa nuestras culpas y arroja al fondo del mar todos nuestros pecados”.
La hermana explica que este pasaje nos enseña que perdonar no significa negar lo ocurrido, sino trascenderlo con misericordia, como lo hace Dios. “Es un gesto divino profundamente sanador, que no se apoya en apariencias, sino en una restauración genuina”.
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En su experiencia, la hermana Aguilar señala que, en general, a los adultos mayores les resulta más difícil perdonar, ya que suelen tener esquemas de pensamiento más rígidos y patrones emocionales profundamente arraigados. Esta rigidez puede hacer que revivan con frecuencia resentimientos antiguos y que se sientan menos capaces de abrirse al proceso de reconciliación.
Otra dificultad importante es la falta de reconocimiento de los propios errores o la tendencia a esperar pasivamente que el cambio y la reconciliación lleguen desde el exterior. Cuando no hay conciencia personal del daño causado o de la necesidad de transformación interior, el perdón se convierte en un objetivo lejano, difícil de alcanzar.
A decir de la hermana, superar estas barreras requiere un trabajo introspectivo constante, acompañamiento espiritual y, sobre todo, la disposición a dejar que la gracia de Dios actúe en el corazón. No perdonar, advierte, endurece el corazón y deshumaniza, señala que “hay personas que llegan al punto de ya no sentir nada, y eso es muy grave”.
Perdonarse a uno mismo suele resultar más desafiante que perdonar a otros. La hermana detalla que vivimos en una sociedad materialista que nos aleja de lo esencial. Cuando nos desconectamos de Dios, “nos volvemos duros, insensibles y apáticos”.
No perdonar, ya sea a otros o a uno mismo, no solo bloquea las relaciones, sino que también erosiona la salud emocional, espiritual e incluso física. “Te mueres en vida emocionalmente hablando. La falta de perdón es como una herida abierta que no se limpia: tarde o temprano se infecta y se extiende a otras áreas de la vida”, advierte la hermana. La falta de perdón genera aislamiento, resentimiento crónico, relaciones rotas, incapacidad para confiar e incluso problemas físicos derivados del estrés y la tensión emocional.
En distintas ocasiones el Papa Francisco mencionó que la falta de perdón bloquea la acción de Dios en el corazón, porque “cuando guardamos rencor, nos encerramos en nosotros mismos y dejamos poco espacio a la gracia”.
En su experiencia pastoral, la hermana ha visto cómo personas que guardan rencor durante años desarrollan cambios notorios en su carácter, menciona que algunos signos evidentes son que se vuelven más frías, menos empáticas y más propensas a sufrir ansiedad o depresión. “El rencor prolongado es como un veneno que no solo daña a quien lo recibe, sino principalmente a quien lo guarda”, explica.
También señala que acompañar a alguien que no logra perdonar requiere paciencia y delicadeza. “Escuchar activamente, ofrecer un espacio de confianza y, para quien cree, encomendar la situación a Dios para que inspire las palabras adecuadas, son pasos esenciales para abrir la puerta a la reconciliación interior”.
Diversos estudios científicos han identificado impactos negativos cuando una persona no logra perdonarse:
Estos estudios mostraron que la incapacidad de perdonarse no solo prolonga el sufrimiento emocional, sino que también afecta la salud mental, las relaciones personales y la capacidad de vivir en paz consigo mismo. Reconocer estas dificultades y trabajar en el perdón se vuelve, por tanto, un paso fundamental para alcanzar la reconciliación interior y el bienestar integral.
El perdón es un proceso gradual, y existen señales que indican que se está avanzando hacia la reconciliación interior. Entre ellas se encuentran la disminución de la ira y el resentimiento, la aceptación del pasado sin justificarlo ni negarlo, y el desarrollo de mayor compasión hacia uno mismo y hacia los demás, explica la hermana.
La hermana María Guadalupe, explica que primero se manifiesta primero en el interior y luego se refleja hacia afuera. “Es como una aguja que marca qué tan en paz y alegre me siento”, señala. La serenidad, la ligereza en el trato y la ausencia de rencor son indicadores de que la herida se está cerrando.
Ha sido testigo de transformaciones visibles, pues asegura que “se les nota en los ojos, como una liberación; la gente se vuelve más alegre y abierta”. No obstante, este cambio no es instantáneo, sino fruto de un proceso que implica reconocer el dolor, orar, confiar en Dios y dejarse sanar por Él, explica.
Menciona que, a medida que el perdón avanza, la persona deja de revivir constantemente el daño sufrido, sus pensamientos se enfocan más en el presente que en el pasado, y surge una disposición sincera de orar por quien le hizo daño. “Cuando puedo pedirle a Dios bendiciones para esa persona y lo hago de corazón, sé que estoy más cerca del perdón pleno”, afirma.
“También se refleja en la disposición interna a soltar la carga emocional y, finalmente, en la sensación de paz y libertad interior. El perdón no es olvidar, sino reconciliarse con lo vivido para recuperar la paz del corazón y permitir que la gracia de Dios actúe en nuestra vida”, finaliza.
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