En las culturas indígenas, la vida después de la muerte existía: las almas de los difuntos tenían como destino el Mictlán, para los muertos comunes; el Tlalocán para quienes morían ahogados, y la transformación en aves que podían acompañar al sol para las mujeres que morían en el parto y para los guerreros que sucumbían en la batalla.
En su visión del mundo no había Infierno, ni Purgatorio ni Cielo, como lo enseña la Iglesia Católica. Fue la Evangelización la que introdujo estos conceptos al Nuevo Mundo. ¿Sabes en qué consiste cada uno de los tres?
El Catecismo de la Iglesia Católica lo explica de la siguiente manera:
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo.
La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia formuló la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura habla de un fuego purificador.
Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), “cara a cara” (Ap 22, 4).
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados, se llama “el Cielo”.
El Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Vivir en el Cielo es “estar con Cristo”. Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre.
En la gloria del Cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos”.
Salvo que elijamos libremente amarle, no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y ningún asesino tiene vida eterna permanente en él”.
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno”. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión”.
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