Sucedió hace años. Fui al hospital a visitar a una pareja de esposos que tuvo un bebé. Toqué suavemente la puerta y no respondió nadie. Toqué un poco más fuerte, y nada. En eso, la persona del aseo entró a vaciar el bote de basura, y aprovechando la puerta abierta, me colé adentro.
Había un sofá, una mesita que confieso llamó mi atención porque tenía chocolates para las visitas, y una puerta que daba al cuarto donde estaban los papás y su bebé. No se oía nada. Pensé que estaban dormidos y me dio pena interrumpir. También me dio pena haber ido hasta allá y tener que irme sin verlos.
Escribí una notita, la puse en la mesa, junto al regalito que les llevaba, eché una mirada nostálgica a los chocolatitos que no probaría, y ya me iba cuando en eso se abrió la puerta del cuarto, y salió el papá del bebé. Se sorprendió de ver que ya me iba, le expliqué por qué, me aseguró que les encantaba recibir visitas y me invitó a entrar a conocer a su precioso recién nacido. La mamá del nene, que estaba dormido, lo tenía en brazos, y estaba despierta. Pudimos platicar, tomar fotos, y hasta pude disfrutar uno que otro chocolatito. ¡Lo que me hubiera perdido si me hubiera ido!
Reflexionaba en que a mucha gente le puede pasar que al ver una imagen de José y María con el Niño Jesús, los ve mirándolo tan maravillados y silenciosos, que siente como que está de más, que no viene al caso, que va a interrumpirlos, y se aleja casi casi de puntitas para no incomodar.
Le gusta mirarlos pero los siente lejanos, metidos en su propio mundo, en una intimidad de la que no puede participar.
Pero al igual que esa pareja que visité, María y a José no quieren que nos vayamos sin saludar, que nos alejemos de ellos discretamente con el pretexto de no molestar. Les encantan las visitas, más aún, les encanta visitarnos. Dice el Evangelio que no hubo lugar para ellos en la posada, ¿y si les hacemos lugar en nuestra casa?, ¿y si los invitamos a quedarse con nosotros? ¡Son los mejores huéspedes que hay!
Al despertar, cada mañana, pídeles. “Jesús, María y José: por favor acompáñenme!”.
Y a lo largo de tu jornada mantén la conciencia de que están contigo: cuando sales, cuando vuelves, cuando preparas algo de comer, cuando haces el quehacer, cuando estudias o realizas tu trabajo , en todo momento están a tu lado.
Háblales, comparte con ellos lo que sientes, lo que te inquieta, lo que te duele, lo que esperas, lo que temes, lo que anhelas, lo que te haría feliz.
Nadie te pueda entender mejor que ellos. Por ejemplo, si lloras la muerte de un ser querido del que no te pudiste despedir, considera que cuando María y José tuvieron que salir huyendo a medianoche a Egipto, no pudieron avisarle a nadie, no podían arriesgarse a que ese aviso llegara a oídos de quienes podían matar al Niño, así que ni de sus papás ni de otros parientes ni de sus mejores amigos se despidieron.
Y les ha de haber dolido imaginarlos desconcertados, buscándolos sin encontrarlos, preguntándose por qué así de repente habían desaparecido, a dónde se habrían ido. Y seguramente muchos fallecieron durante los años en que ellos estuvieron fuera, y ya no los volvieron a encontrar al regresar.
Si perdiste a tu cónyuge, a algún familiar muy querido, recuerda que María vio morir al compañero de su vida, y vio morir a su Hijo, comprende tu dolor, tu tristeza.
Si de pronto te quedaste sin ingresos, considera que cuando José y María huyeron a Egipto, él tuvo que abandonar su taller, a sus clientes, su trabajo seguro, y verse de pronto desempleado en un país donde los judíos no eran queridos.
Podríamos encontrar incontables ejemplos, pero basten éstos para animarte a captar que a tu lado están ellos, que te aman, entienden y quieren estar contigo.
Invita a la Sagrada Familia a tu hogar, y disfruta todos los días su apoyo, su consuelo, su solidaridad, su amor incondicional, su entrañable compañía.
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