Sí, hay navidades y navidades, como también hay vidas y vidas. Vidas llenas de sentido y vidas vacías. Podemos vivir nuestra Navidad con su verdadero sentido, o podemos vivirla en un vacío tremendo de Cristo, el protagonista verdadero de este tiempo. Y tú, ¿Conoces el verdadero sentido de la Navidad?
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Una Navidad con Cristo será, como decimos, “una feliz Navidad”. Una Navidad sin Cristo será tan sólo otro tiempo del año, otra de tantas fiestas que pasará por nuestra vida de una forma intrascendente, sin pena ni gloria. Tan sólo será “otra Navidad” como muchas otras que hemos vivido y como muchas otras que viviremos si Dios nos presta vida.
Cuando celebramos una Navidad sin Cristo, podemos entender que haya personas a las que no les gusta este tiempo. No añade nada a su vida, a no ser una serie de compromisos costosos en lo económico y en lo que toca a la salud física.
La Navidad no es, ¡no debería ser!, tan sólo un artículo de consumo, un tiempo fuerte para el comercio y para la industria de la diversión.
La Navidad es la fiesta del nacimiento de Jesús entre nosotros los hombres. Por amor, el Padre Dios nos da a su Hijo único. Por amor, el Hijo unigénito de Dios hace a un lado sus privilegios divinos y se hace hombre como nosotros los hombres. En todo semejante, menos en el pecado.
Jesús, Dios solidario. Dios con nosotros, nace sin hogar. El más pobre entre los más pobres… por amor.
La Navidad es la fiesta del encuentro de Dios con los hombres. Es la fiesta del Hijo de Dios que se hace hombre para que los hombres nos hagamos hijos de Dios. Hijos de Dios todos, hermanos todos de Jesús y hermanos entre nosotros mismos. La Navidad es, también, la fiesta de la hermandad humana. Es la fiesta de la paz.
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Para que tenga sentido nuestra Navidad, y para que nos guste este tiempo, debemos hacerla un tiempo de intimidad con Dios. De otra manera pasará sin dejar huella en nosotros y sin dejarnos en el alma nada más que un cansancio y una insatisfecha hambre de lo divino.
La Iglesia nos invita a vivir la Navidad a partir de una nueva actitud interior nacida de la contemplación de esa Historia, la más bella jamás contada y vivida, de un hermanito nuestro nacido en Belén, confiado a los hombres por su Padre Dios y puesto en los amorosos y tiernos brazos de su Madre, la virgen María.
La Navidad es una conversión a Jesús. Partimos del hecho de nuestra opresión sentida, de nuestras carencias físicas y espirituales, de aquello que nos lastima y nos duele. Allí, al cuidado de su Madre, está nuestro Salvador. Jesús significa, precisamente, “Dios salva”.
Ha venido a salvar a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. También a mí. Ha venido a salvarme en mi tiempo y en mi lugar.
La Navidad es ir a Jesús. Como los pastores y los Reyes Magos. Ir a Jesús llevando nuestra ofrenda, con la seguridad de que Él me llenará de sus regalos. Su regalo es mi salvación, y con la salvación viene la felicidad.
La Iglesia prepara la Navidad con cuatro semanas de oración, de mortificación y de obras buenas a las que llama Adviento. En la liturgia se usa el color morado, que es el signo de la penitencia. Con esto nos indica que para poder recibir a Jesús que nace, es necesario preparar nuestra alma y purificarla para que Él pueda corresponder con su gracia a nuestra disponibilidad. Algo así como preparar nuestro corazón para que nazca en él nuestro Salvador.
Es bonito adornar nuestra casa y darle un ambiente navideño. Eso nos indica que estamos llenos de alegría. Pero el adorno necesario es el de nuestra alma. ¿Cómo ponerle guirnaldas, esferas y nochebuenas?
Adornemos nuestra alma con la oración. Una oración tomada en serio, una plática sabrosa con Jesús que nazca desde el fondo de nuestro corazón. Platiquémosle de nosotros y de los que amamos.
También escuchemos lo que Él nos dice guardando silencio, ese silencio al que estamos tan poco acostumbrados los que vivimos en el ruido del mundo.
Para nutrir nuestra oración, para tener de qué platicar, tomemos el Evangelio de San Lucas o cualquier otro texto bíblico que nos ayude a conocer lo que Dios hace por nosotros en esta Navidad.
La Misa dominical es esencial para un católico. Es fuente de gracias divinas y de bendiciones para nosotros y para nuestras familias. Es decir “aquí estoy, todavía pertenezco, todavía soy hijo y hermano”.
En el contexto de la oración están también nuestras tradicionales Posadas. Asiste, organízalas en tu familia y dales ese sentido de oración festiva y llena de esperanza.
Hagamos regalos, pero no sólo a las personas con quienes tenemos compromisos, sino a quien los necesita.
La Iglesia nos recomienda preparar el nacimiento de Jesús con obras buenas. En Navidad sentimos la necesidad de ser buenos. Nos nace la generosidad.
Hagamos muchos regalos, si podemos, pero no sólo a los que nos sentimos obligados a regalar, ampliemos el sentido de nuestra familia. Hagamos regalos a aquellos nuestros hermanos que más lo necesitan.
Platiquemos por teléfono o por cualquier medio digital con un anciano. Enviémosle mensajes de aliento a un enfermo. Ayudemos a un desempleado. Demos un buen consejo. Con nuestra cercanía y nuestra actitud de escucha, ayudemos al que busca apoyo y consuelo. Reconciliémonos. ¡Obras buenas!, el mejor regalo para Jesús.
Imaginemos por un momento que Jesús escoge nuestra casa para nacer. ¿Dónde lo pondríamos? Arreglaríamos y limpiaríamos lo mejor posible, le daríamos lo más digno, lo más bonito.
Pues Jesús ha escogido nuestro corazón para nacer. Él quiere nacer allí en esta Navidad a pesar de nuestra pobreza y de nuestra fealdad. ¡Limpiemos nuestro corazón! La confesión es el mejor adorno de Navidad para nuestra alma.
¡Qué emoción recibir a Jesús en nuestro corazón en la Misa de la Noche Buena!
Queridos papás: aconsejen a sus hijos para que comulguen en la Navidad. El corazón de los niños es el más bello templo para un Dios que nace pequeñito entre los hombres.
¡Feliz Navidad en Cristo!
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