Los padrinos regalan al niño recién bautizado una medallita de oro. Es también el regalo obligado en los demás sacramentos. Para los católicos, las medallas no son sólo bellas obras de la orfebrería que lucimos con orgullo, son un signo de nuestra fe y la oportunidad para tener encuentros constantes con nuestro Dios y Señor.
Si le preguntamos a un fiel, por poco ilustrada que sea su fe, por qué usa una medalla, nos va a contestar que es para que Dios, o la Virgen, o los santos lo protejan. Esto podría sonarnos a superstición y podría hacernos pensar que las medallas son para los católicos como un amuleto de la buena suerte. No es así. Los que usan amuletos creen que el amuleto mismo tiene un poder benéfico; nosotros creemos que las medallas no tienen en sí ningún poder, que la protección viene del amor de Dios a quien representan.
Algunas medallas son como un signo de compromiso de nosotros con Dios, por ejemplo los distintivos que diferentes cofradías y asociaciones dan a sus socios o la cruz que se da al fiel que es enviado a cumplir una misión.
Otras medallas son como un signo de un compromiso del Cielo con nosotros; como, por ejemplo, la “Medalla Milagrosa” que la Virgen María ofreció a santa Catalina Labouré o la cruz de san Benito que hoy está muy de moda y que encierra en sí misma todo un conjuro para alejar al demonio; es como una oración dicha a Dios para librarnos del poder de Satanás.
Corremos el peligro de convertirlas en amuletos de la buena suerte.
Todos hemos visto personas cargadas de mil y una medallas con un deseo obsesivo de protegerse contra el mundo y contra el demonio. No hay razón que los convenza de despojarse de lo que para ellos es una armadura espiritual infalible.
La protección del cristiano contra el poder de Satanás está en el amor de Dios y en el amor a Dios. Una vida recta, haciendo la voluntad divina es la mejor armadura espiritual contra los males de este mundo y contra el maligno.
Los sacramentos instituidos por Cristo son el medio ordinario de la gracia de Dios y de cada una de sus gracias.
La oración constante, alegre, libre; no obligada, ni obsesiva, es el signo de una vida de amistad con Dios, que reditúa en una fortaleza tangible que nos ayuda a vivir con madurez y serenidad, a pesar de la adversidad que nunca falta en la vida mortal.
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