Nunca exento de polémica y debate, existe controversia entre algunos especialistas sobre la existencia de un “Dios castigador” que, transformado en “Dios amoroso”, pareciera contradecir las formas de expresión de su voluntad divina.
A la luz del magisterio de la Iglesia y con base en algunos escritos de diversos papas, intentaremos analizar la pregunta que muchos se hacen en torno a estas dos visiones del Dios, Uno y Trino.
Dios es Omnipotente y Todopoderoso. En tal sentido, queda claro que puede ejercer cualquier tipo de castigo si así lo decide. Y no tiene limitación sobre la etapa para ejercerlo.
Ahora bien, se entiende que lo hace como una forma de expresión de su misericordia en busca de la conversión del pecador manchado por el mal y afectado por el pecado.
El Antiguo Testamento dispone de muchos casos en los que Dios aplica algún tipo de castigo directo, como se nos recuerda cada mañana en las Laudes, pues al “pueblo de corazón extraviado” le juró en su cólera: “¡No entrarán en mi descanso!”.
El castigo contra Moisés, lo que ocurre a la mujer de Lot, la destrucción de Sodoma y Gomorra son ejemplos de ello.
Según recuerda Benedicto XVI cuando surge el “verdadero rechazo de Dios”, y como consecuencia de la “rebelión de cristianos incoherentes”, Dios “aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo”.
Y aunque en principio analiza el Antiguo Testamento, aclara que no se habla “sólo de la ‘hora’ de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los tiempos”.
Por su parte, afirma Juan Pablo II al referirse a la historia de Jerusalén que “Dios ha castigado la ciudad porque no podía permanecer indiferente ante el mal realizado por sus hijos”.
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Además, “Dios recurre al castigo como medio para llamar al recto camino a los pecadores sordos a otras llamadas. Sin embargo, la última palabra del Dios justo sigue siendo la del amor y el perdón; su deseo profundo es poder abrazar de nuevo a los hijos rebeldes que vuelven a él con corazón arrepentido”.
De esta forma reitera lo que enseñó el miércoles 29 de septiembre de 1999 cuando dijo que: “El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del bien mismo del hombre” (cf. Hb 12, 4-11).
En efecto, para muchos será difícil asumir el mal temporal como un castigo, si bien algunos lo interpretan, de hecho, como una “ocasión para la misericordia divina” o, incluso, como una oportunidad “buscada por Dios para realizar alguna obra grande…”.
El Nuevo Testamento presenta un cambio evidente en el lenguaje y la visión en los que se muestra un rostro profundamente amoroso y misericordioso de Dios. Todos ellos obedecen de modo directo a Cristo y su Cruz. Pero no implican necesariamente una desaparición radical del castigo, si bien este es presentado de forma distinta.
Señala el Papa Pablo VI que “en el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo”.
Agrega que “contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad”.
En tal sentido, al castigo que en el Antiguo Testamento llevaba a la conversión, ahora implica también la participación en el sufrimiento de Cristo.
Al analizar la intercesión de Abraham por Sodoma (Gn 18, 16-33), el papa Benedicto XVI explica:
El “diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso… El Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien”.
“Porque es este precisamente el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo”.
“Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: «En tu maldad encontrarás el castigo, tu propia apostasía te escarmentará. Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios» (Jr 2, 19). De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado…”.
“Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía aún más. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén”.
“Será necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, él mismo se hace hombre. Siempre habrá un justo, porque es él…”.
“El infinito y sorprendente amor divino se manifestará plenamente cuando el Hijo de Dios se haga hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta”.
Abundará Benedicto XVI que “la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática” en la que “al final triunfa el amor, porque ¡Dios es amor!”.
“Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón”.
Eso mismo nos lo ha confirmado el apóstol san Pablo, recordándonos que “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (Ef 2, 4-5).
“…Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios”.
“Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en definitiva, el ‘signo’ por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único”.
“Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz ‘se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical”.
“Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único ‘signo’ es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos”.
“Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor”.
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