El Papa santo, San Juan Pablo II, nos dijo, en el inicio de su encíclica “Ciencia y Fe” que “La Fe y la Razón son las dos alas con las cuales, el espíritu se eleva a la contemplación de la verdad”.
Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).”
Esta búsqueda de la verdad es el eje central, alrededor del cual los científicos, ateos o creyentes trabajan continuamente para ir construyendo el edificio del conocimiento.
Contra la creencia popular de que la ciencia y la fe están en conflicto —y por lo tanto, un buen científico debe ser ateo, a al menos escéptico respecto del mundo espiritual y de la existencia de un Dios— la realidad y la historia nos demuestran lo contrario: que muchos de los grandes científicos han sido también buenos creyentes y practicantes de la religión, principalmente de la religión católica.
Podemos empezar mencionando que el conocimiento generado por las antiguas civilizaciones, principalmente griegas y romanas. Mucho de lo que ahora llamamos ciencias naturales se logró gracias a la Iglesia Católica, en cuyos grandes conventos se conservaron y se reprodujeron los grandes tratados de la antigüedad. Gracias a la ardua y piadosa labor extenuante de los monjes católicos, ahora podemos disfrutar desde la Ilíada y la Odisea, hasta los primeros estudios de la tierra como una esfera de Anaximandro y Eratóstenes, y posteriormente a Platón y Aristóteles en el desarrollo de los pilares de la filosofía y la metafísica contemporáneas.
Pero de esta etapa, los pensadores católicos pasaron a la etapa de la generación de nuevos conocimientos. Así, vemos en el siglo XII el surgimiento de las primeras universidades, Bolonia, París, Oxford, en las cuales una sección del famoso ‘cuadrivium’ eran las matemáticas, la física y la astronomía. En el siglo XIII y XIV brilló con inmensa luz propia San Alberto, conocido como el “Magno” por su extenso conocimiento de todas las disciplinas de su tiempo, entre otras las ciencias naturales, en las cuales instituyó el método de estudiar la naturaleza en el campo mismo y puso de algún modo las bases de la ciencia experimental.
Pero para dar una visión amplia citaré a tres grandes científicos, que además de haber sido hombres de Iglesia, cambiaron drásticamente el desarrollo de la ciencia con sus descubrimientos.
Nicolás Copérnico sentó las bases observacionales del Sistema Heliocéntrico del Sistema Solar, derrumbando a la larga, la caída del Sistema Geocéntrico, mantenido universalmente en su época.
El Monje Agustino Gregorio Mendel llegó al establecimiento de las famosas “Tres Leyes de la Herencia de Mendel”, desarrollando estudios de la reproducción de los guisantes, y con experimentos precisos y bien diseñados. Estas leyes son el fundamento de toda la actual teoría genética que ha tenido un desarrollo explosivo reciente.
El sacerdote católico Georges Lemaitre desarrolló el modelo cosmológico conocido como la “Teoría del Átomo Primigenio” conocida actualmente como el “Big Bang”. Esta teoría es la base de todo los actuales modelos cosmológicos que pretender estudiar y conocer el origen y evolución del universo.
Estos son ejemplos luminosos de la contribución de hombres de Iglesia al desarrollo de la ciencia, aportando teorías y experimentos fundamentales que han contribuido en aspectos fundamentales al progreso científico, confirmando la famosa frase de Galileo “El estudio del Libro de la Naturaleza y el Libro de la Revelación no pueden contradecirse, porque ambos tienen al mismo autor”.
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